La película «Están Vivos», de John Carpenter, fue estrenada en 1988. Trata de un tipo que llega colado en un tren de carga a una gran ciudad de Estados Unidos, encuentra trabajo en la construcción y lo acogen en una barriada popular. No se sabe nada de su historia, nada de su familia, nada de sus convicciones. De hecho, su nombre, en la primera de las metáforas que regala la película, es John Nada.
Todo cambia para Nada y el film cuando, luego de una redada de la policía a su población marginal, él encuentra en la parroquia del lugar una caja llena de anteojos de sol. Cuando se pone uno de los anteojos, lo que ve lo deja perplejo. Mira unos letreros luminosos de productos y viajes y ve, no las fotos de computadores y mujeres en bikini, sino breves mensajes imperativos: «Obedece», «Cásate y procrea». Por donde fija su mirada, mientras tiene puestos los anteojos de sol, la realidad cambia. Un puñado de billetes en la mano de un suplementero los ve como papeles donde se lee: «Este es tu Dios». Y así por todos lados.
Lo más brutal es que muchas personas no se ven como personas normales. Con los anteojos, se ven como monstruos tipo zombies, que se dan cuenta que John Nada los ha descubierto y avisan para que lo capturen. Sin los anteojos, la realidad parece normal. Las noticias son noticias, los avisos son publicidad, las personas son humanos. Con ellos, se ve la verdad oculta: los mensajes que domestican a la población y a los alienígenas que están invadiendo el planeta.
Una de las escenas más dramáticas de la película es cuando John Nada trata que su amigo Frank se ponga los anteojos y vea la realidad tal cual es. Frank también trabaja en la construcción, tiene familia y no quiere causar ninguna perturbación que desequilibre su precaria existencia. Rechaza ponerse los anteojos. John insiste, Frank se enoja. Lo que sigue es una de las peleas más famosas del cine -dura 6 minutos-, donde John trata, a combos, que Frank acepte ver la verdad.
Aquí esa pelea antológica
El mensaje del sangriento pugilato es doble: siempre hay resistencia a ver la realidad si ella puede modificar las ideas que tenemos de esa realidad. Segundo, a la verdad se llega por caminos que causan dolor.
La ceguera voluntaria (willful blindness) es una poderosa arma de defensa de las ideas que atesoramos y creemos son siempre ciertas. Tiene ramificaciones en todo el quehacer humano. Desde reprimir las ganas de preguntarle a la esposa, o esposo, por qué ha llegado tres veces tan tarde, si no estaba en la oficina. El miedo a que la respuesta desbarate el matrimonio hace que se prefiera no saber, y no se pregunta. O ese sacerdote que, cada vez que el niño entraba a la pieza de su superior, abandonaba la parroquia, para no escuchar nada ni ver nada. El ex presidente Sebastián Piñera hizo una definición maestra de la ceguera voluntaria, cuando definió al cómplice pasivo de la Dictadura como aquél «que pudiendo saber optó por no saber». También es ceguera voluntaria, a pesar de tener que ver con el oído, esa conducta infantil de taparse las orejas y gritar «LA,LA,LA,LA», para no escuchar información que causa daño. Después de muchos desastres industriales o calamidades naturales se descubre que habían varias señales de que aquello podía pasar y los dueños, el personal, los gerentes simplemente las ignoraron, porque hacer algo al respecto era costoso o difícil, por lo que se prefirió hacer como si no hubiera riesgo alguno.
El Caso Penta está actuando como los anteojos de la verdad de la película «Están Vivos». Imposibilitados de escapar a lo que se publica cada día al respecto, la ceguera voluntaria de años sobre cómo se financiaba su política, sobre la umbilical ligazón del poder económico con la representación política en la Derecha chilena, ha provocado una decepción de los votantes de ese sector, como no se había visto antes.
Es imposible imaginarse una caída al 11% de aprobación de la Derecha, sin tomar en cuenta que muchos de sus votantes vieron por primera vez una matriz de irregularidad sistemática, que no habían visto antes o no habían querido ver.
Porque el impacto ha sido tan fuerte, es natural que la calma en el sector durara muy poco. Los deseos de unidad, trabajados apresuradamente en un grupo que ha tenido históricamente más signos de conflicto que de unión, se empiezan a deshacer a toda velocidad. Ante la masiva cantidad de evidencia conocida, sumada a la que se sospecha tiene el fiscal y no ha revelado todavía, la fuerza elemental de la política es separar justos de pecadores. Y eso sólo vale si se hace en casa, dentro de la Derecha. Las declaraciones de parlamentarios oficialistas, por muy ponzoñosas y mordaces que sean, valen callampa en la Derecha. Lo que provoca la caída del castillo de naipes es que se acabó el espacio para ejercer la ceguera voluntaria por parte del votante promedio de ese sector. Eso se constata cuando los jerarcas de la Derecha empiezan a sacarse cuentas a plena luz del día. El último bastión de la ortodoxia de los partidos, sus jerarquías, comienzan a desgranarse, buscando a quién echarle la culpa.
Ese 11% de la Adimark es una exageración: si hubiera elecciones mañana, la Derecha todavía saca mucho más que eso. Pero es una señal del ángulo de la pendiente hacia abajo.
La verdad indocumentada rasmilla, quizás incluso llegue a molestar un poco. Pero la verdad documentada consistente y agregadamente duele mucho, crea llagas, deja víctimas, se lee como una radiografía de la institución afectada y sus socios. No sirven los gestos clásicos ni las figuras de siempre. Cuando la ceguera voluntaria de años se termina, el que ve «por primera vez» tiene la excusa del descubrimiento reciente, que ahora no acepta como parte de sus ideas y rechaza como práctica.
Sí, es una actitud hipócrita, como la del converso que se convierte en el verdugo de sus ex camaradas para continuar con vida. La alternativa sería aceptar haber visto y tolerado porque convenía. Como no se quiso ver, como sólo se vieron los fouls del equipo contrario y jamás los del propio, la ceguera voluntaria -a la hora de la revelación- es cruel y traicionera.