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Señales y Ruidos

~ Parloteos de Fernando Paulsen

Señales y Ruidos

Archivos mensuales: diciembre 2016

Cómo te explico a Serrat

27 martes Dic 2016

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Esta columna fue publicada en El Post hace seis años, cuando Serrat vino a Chile invitado por CHV. Hoy está de cumpleaños y me he puesto sensible con tanta muerte de cantante top en 2016. El antídoto es recordarlo en vida, porque está aquí todavía. Al alcance de las ganas.

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Un tuitero, sabiendo que iba ayer al recital de Joan Manuel Serrat en conmemoración de los 50 años de Chilevision, escribió: «UUFF ¿con Serrat?. Chuta, sigo sin entender a Paulsen».

Entenderme a mí no vale la pena. Pero, permíteme intentar explicarte a Serrat y el influjo de sus canciones en dos generaciones.

Hubo una época en que la televisión no tenía la importancia de hoy. Cuando no existían internet ni celulares. Era la época de jugar fútbol en la calle, con dos poleras formando un arco, y la tranquilidad de que el grito de ¡Auto! sería lo suficientemente infrecuente, como para no detener la pichanga a cada rato. Sin embargo, algunas cosas de hoy también existían y eran quizás más influyentes: la vida cotidiana, los poetas, la pobreza y los tiranos. Serrat supo hilvanar esos cuatro elementos, combatiendo férreamente a los dos últimos a punta de canciones fundadas en los dos primeros.

Cuando la brutalidad se apodera de todo lo que tienes y de todo lo que quieres, no son pocos los que se suman al coro dominante y, rápidamente, aumenta la proporción de brutos con poder. Joan Manuel Serrat fue una voz de sensatez y valentía, cuando el mundo se volvió loco y pusilánime. Su mundo español y franquista. Y el nuestro, de intolerancias y dictaduras. Serrat rescató los poemas sencillos de los poetas sepultados en las mazmorras, añadió sus propios poemas y musicalizó todo, para cantarle a los que seguían vivos que lo propio era un tesoro, para denunciarlo y festejarlo.

En Fiesta, Serrat sintetiza la amalgama vital de nuestra pequeña humanidad. Cuando «el pobre y el villano/el prohombre y el gusano/cantan y se dan la mano/sin importarles la facha». Por un ratito nadie parece ser quien es y todos se sienten iguales a todos los demás. Hay fiesta en el pueblo, pequeñas alegrías que hacen desaparecer por instantes el peso de la realidad. En el golazo de victoria de nuestro equipo. En esa primera cerveza en el sofá después de volver del trabajo, cansado como perro. En la niña que mirabas en el bus durante días y que te miró hoy. En el libro que terminaste y te llenó el gusto. En el último chiste que te contaron y que te sigue haciendo reir cuando lo recuerdas. En tu mamá que volvió a hablar con tu papá después de la pelea. En la navidad en familia que llena la casa de regalos. Esa es la Fiesta y es efímera, pero carga los espíritus, renueva las ganas y lubrica el engranaje que mantiene vivas las utopías.

Antonio Machado, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Salvat Papasseit, poetas olvidados y castigados, revivieron en las canciones de Serrat y permitieron que muchos que no leyeron sus poemas, los escucharan como canciones. «Caminante no hay camino/se hace camino al andar/ Golpe a golpe/verso a verso», decía Machado por boca de Serrat. Nosotros, jóvenes como tú, en otra época, sentíamos la fuerza para intentarlo, para equivocarse en el proceso, pero intentarlo, golpe a golpe/verso a verso.

No estás en el momento de pensarlo aún, pero a mí me encantaría que algún amigo me echara de menos después de mi muerte como Miguel Hernández echa de menos a su coterráneo Ramón Sijé en Elegía, magistralmente cantada, sin apurar para nada el ritmo del dolor, por Joan Manuel Serrat. Escúchala con tranquilidad, siente el valor de una amistad con historia, que se trunca porque la vida andaba desatenta y la muerte estaba enamorada. Se me fueron muchos amigos y amigos de mis amigos en estos últimos 40 años. A todos les canté Elegía en silencio y agradecí a Hernández y Serrat por regalarme las palabras.

¿Cómo no emocionarse con esa Penélope, loca de amor, buscando que el tiempo vuelva y que no avance? ¿Con esa Paloma que se equivoca siempre, en una metáfora brutal de un símbolo que no puede realizar su significado? Tendrás hijos, amigo tuitero, y Serrat estará al acecho para acompañarte de una manera feroz, como nadie lo ha hecho, con sus provocaciones sobre los que más queremos. «Esos locos bajitos» te desgarrarán el alma por la imposibilidad de contener su libertad. «Señora» te recordará al que fuiste, desafiante y altivo, pero lo verás retratado ahora en el pololo de tu hija, que le dice a tu esposa «ya la educó/yo me hago cargo». Y sabrás que tiene razón, aunque te duela y lo niegues. Escucharás «Poco antes de que den las 10» y quizás aprenderás de Serrat, como yo lo hice, que más que reglas y normas duras, con los niños se invierte en apoyo y en toneladas de confianza.

Serrat es catalán, pero muchas de sus canciones son en castellano. Eso significa que se pueden oir y entender. Lo que no es menor en un mundo dónde, según The Economist, más del 70% de los fanáticos del rock no entienden las letras ni los mensajes de las canciones que les gustan. Los poemas cantados de Serrat no requieren intérpretes y siempre hay uno que calza con lo que te está pasando.

Sé que la música y la poesía no son traspasables racionalmente. Se sienten, te gustan y pasan a ser tuyas. Serrat puede que no te guste. Tiene una voz muy nasal, que ya no es tan potente como antes, pero sigue intacta en su energía interpretativa. Por último, ahí están los CDs, DVDs y downloads de sus mejores épocas. Puede que prefieras más guitarras eléctricas, más sintetizadores, más gritos, más ritmos robados al Caribe o más metal. Quizás es demasiado modesto, hoy por hoy, cantar sin disfrazarse. Ni tener coreografías sofisticadas. Ni montar espectáculos llenos de efectos especiales y pirotecnia tecnológica. Pero cuando te llegue el momento de escuchar y atender a las canciones -que siempre llega- dale una oportunidad a este hijo del Mediterráneo, que se te mete en tu historia sin pedirte permiso y te abre los ojos cuando más lo necesitas.

Disfruté como si hubiese sido la primera vez el recital de Joan Manuel Serrat de ayer. Me encantaría haber ido con mis hijos, pero la invitación decía «personal e intransferible». Querría que conocieran en persona a una de las fuentes esenciales que formaron a su papá. Aunque todavía no sintieran el peso de sus palabras ni la fuerza de sus razones. Solamente porque es verdad. Que como dice Serrat, nunca es triste. Lo que no tiene es remedio.

La Herida Moral

23 viernes Dic 2016

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Acabo de leer un libro brutal, un mazazo contra toda la épica hollywoodense del soldado estadounidense en batalla, siempre aguerrido, victorioso y heroico. Lo escribe un periodista que recibió el Premio Pulitzer en la categoría Reportaje Nacional, en 2012, por una magistral pieza sobre combatientes heridos en las guerras de Afganistán e Irak. Su nombre es David Wood.

El libro se titula «¿Qué hemos Hecho? La herida moral en nuestras guerras más extensas».

Herida Moral. Un concepto que no aparece muy a menudo por estos lados. Se denomina así a la situación sicológica derivada de participar en eventos que transgreden creencias, convicciones, valores en los que se cree firmemente. Un soldado, que fue educado bajo una religión o ambiente cultural lleno de valores morales inclusivos y respetuosos, a la hora de torturar a un detenido para que confiese, o cuando se le ordena rociar con Napalm a toda una villa, puede percibir que aquellos valores y expectativas en los que está formado entran en curso de colisión con lo que hace en batalla. Y esa disonancia cognoscitiva que se genera, al sostener simultáneamente dos concepciones opuestas -el respeto al prójimo y la tortura, por ejemplo- terminan deshaciendo la base moral del soldado, que se enajena con la culpa que trae su memoria.

Las víctimas fatales estadounidenses, en combate, durante la guerra de Vietnam fueron alrededor de 58.000. Los soldados que -una vez de vuelta en su patria- se suicidaron, hasta la fecha son más de 100.000. Las razones para esto último son múltiples y una de las que afloró más masivamente fue la que recibió el título de Herida Moral.

En batalla, dice Wood, sólo quienes participan saben exactamente lo que hicieron, lo que les ordenaron hacer, los códigos personales y las reglas que violaron. Esa experiencia no se escapa de sus mentes. A muchos vuelve una y otra vez. Resuena cuando recomiendan a sus hijos tratar a las personas con respeto, cuando van a ceremonias religiosas y sienten la «mirada de Dios». Cuando escuchan que sus líderes niegan lo que efectivamente hicieron. A diferencia del síndrome post traumático, que tiene que ver con la experiencia en situaciones límites, la herida moral afecta a quienes perciben que actuaron contra las reglas, contra lo que creen, contra lo que predican, cuando la guerra misma no es excusa. Porque el detenido torturado estaba desarmado y humillado. Porque no había necesidad de torturarlo delante de su hija. Porque no había peligro alguno de la aldea que estalló por los aires, sólo para mandar un mensaje de poder. Porque ejecutaron a personas sin tener convicción de que eran culpables de algo. Porque había niños jugando, que se veían nítidamente en la imagen que transmitía el drone, e igual se envió el misil a volar toda la escuela.

La herida moral es invisible. No es un dolor limpio, como la fractura de un hueso o un tajo accidental en el dedo. Es un dolor sucio, que corroe por dentro.
Muchos lo controlan apelando a la ideología, al fanatismo. Se dicen: «eran ellos o nosotros». «Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo». «Estábamos en guerra, señores». Otra forma de reducir la herida moral es escuchar a unos personajes que aparecen siempre después de las batallas, que no tienen ni el más mínimo atisbo de haber jamás enfrentado mano a mano a nadie, pero que traen las palabras jabonosas de la excusa y la justificación. Son los teóricos de la violencia. Apelan al ego y al nacionalismo. «Usted es un héroe», le dicen al soldado. «Siéntase orgulloso de lo que hizo». «Las futuras generaciones se lo agradecerán». «Lo que padece hoy, en este país sin justicia, será apreciado por millones en el futuro». «Gracias a nombre del país que usted ayudó a reconstruir», le dicen, antes de abandonar la cárcel o el hospital, donde queda el viejo oficial o el soldado raso, con los ojos llenos de confusión entre lo que recuerda y sabe, y las palabras anestesiantes que acaba de escuchar.

Los usaron para hacer el trabajo sucio, pleno de secretos y heridas morales. Y ahora los confortan con relatos épicos, como se consuela a un niño después de haber hecho una travesura que causó daño. Y los siguen usando.

No recuerdo quién era el poeta, o el dirigente social, o el político al que aludió el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, en una columna notable que publicó la revista Análisis, a comienzos de los 80. Sí recuerdo que el tipo había sido torturado como bestia, humillado él y su familia una y mil veces en las mazmorras de la dictadura argentina. Recuerdo que lo fueron a buscar cuando salió de la cárcel camino al exilio. Parecía un fantasma del que había sido. Delgado hasta casi la extinción, con arrugas que cruzaban rostro, brazos, cuello. Recuerdo que Galeano y el puñado de amigos que estaban ahí para recibirlo y llevarlo al aeropuerto, se sorprendieron de lo alegre que estaba el preso, en tránsito a transformarse en exiliado. Cuenta Galeano que se veían sus heridas, y el prisionero reía. Feliz, con la misma cara dichosa que había tenido antes, aunque la geografía de su cuerpo fuera un cúmulo de laceraciones. El hombre reía, no lloraba, reía.

Galeano, en un momento más privado, le pregunta: «¿cómo puedes estar tan alegre?; mira lo que han hecho contigo». El tipo, que no recuerdo su nombre, lo mira y dice: «Cómo no voy a estar contento, si ganamos». «¿Qué ganamos?», casi le grita Galeano, mientras miraba a su alrededor, buscando algún signo de cambio en ese país aplastado y bien aplastado.
«Ganamos, Eduardo», le dice su amigo, «porque no consiguieron convertirnos en ellos».

No consiguieron convertirnos en ellos. Esa es una medida de la consecuencia de nuestros actos con nuestros valores. No tengo problema en darle la libertad a un cuerpo a punto de morir, certificado profesionalmente, cuando la persona que habitaba ese cuerpo ya no está y sólo provoca lástima.
Porque mantenerlo más allá de su conciencia de vida deja de ser castigo y se acerca a la venganza burocrática, indolente. Como la que hacían ellos. Y no quiero convertime en ellos.
Para todos los demás, están las puertas abiertas para que sanen sus heridas morales, si es que las sienten, haciendo el acto que inicia el camino personal de reparación. Hablar. Simplemente, hablar. Si quieren pedir perdón, esas palabras debieran caer en campo fértil. E iniciar un breve diálogo, que parte con la pregunta: ¿perdón por qué?

Se hace silencio, el país escucha. El preso por violaciones a DDHH, si siente la herida moral, debiera responder la pregunta. Si efectivamente siente su herida moral, tiene la posibilidad de enfrentarla. Compartiendo lo que sabe y le destruye por dentro. Si lo hace no estará solo, creo.

Tarde, pero siempre a tiempo, habrá dejado de ser uno de ellos.

Suspendida en su burbuja

14 miércoles Dic 2016

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Una semana de aquellas. Donde se dan dos muestras palmarias del principal problema del país: la falta de conexión con la realidad de las elites. Un senador, Patricio Walker, como ya antes lo habían hecho otros personajes políticos, reduce su potencial participación en un delito penal a un acto de fe. Los archivos que la fiscalía pedía de su computador, para aquilatar si había tenido participación en un posible delito de cohecho, misteriosamente desaparecieron. La explicación del senador de la Democracia Cristiana, fue que alguien -él no sabe quién fue- se introdujo en su computador y borró esos archivos. Lo único que queda, después de una declaración como esta, es simplemente creerle o no creerle.

Y, segundo, en una costumbre que Asexma ha tenido hace varios años de mezclar humor con política, su presidente le regala al ministro de Economía una muñeca sexual inflable, tapándole la boca con un letrero que dice que así como a las mujeres, hay que estimular la economía. Presentes en la ceremonia hay, además, dos candidatos a la presidencia de la República, que se jajajean a destajo con el regalo y posan con la muñeca, el ministro y el presidente de Asexma, como si se tratara de una travesura de cabro chico.

Detrás de ambos episodios hay un mismo elemento básico: una insensibilidad brutal de las elites sobre la forma como hoy la ciudadanía pondera los hechos públicos. Dar una explicación inverosímil era perfectamente plausible hace dos décadas. De hecho, en ese tiempo, bastaba presentar un trabajo cualquiera como justificativo de un servicio prestado y pasaba colado. La versión oficial de la empresa, ante cualquier desaguisado que la tuviera como sospechosa, era casi equivalente a un fallo judicial. Nadie mostraba disidencia, todo se alineaba detrás del texto, y el potencial daño quedaba controlado. Lo mismo con una autoridad de la República. Un ministro de Estado pudo votar con el carnet de manejar, porque se le daba el beneficio de la duda de que era él y su explicación de que se le había quedado el carnet de identidad era lógica y creíble. Un poco de ruido hubo, porque los periodistas que estaban en el lugar de votación se dieron cuenta del hecho, pero duró dos o tres días y el voto valió.

De pronto la cosa cambió. Y como dijimos anteriormente en otra columna, cuando suceden los cambios pocos los notan, mientras la mayoría cree que son sucesos anómalos temporales, que luego van a volver a la normalidad.

Quizás el primero de estos avisos grandes, mayúsculos, vino con el juicio y la movilización social contra la planta de Celco en el Río Cruces. Por primera vez se tenía una posibilidad de visibilizar el daño que al parecer producía esta planta de celulosa, cerca de Valdivia. La forma era la de cisnes de cuello negro, muertos a la vera del río. Hubo informes científicos a favor y en contra de Celco. Miles de valdivianos salieron a las calles a denunciar el daño ambiental provocado. Un estudiante tuvo la osadía, en una de estas manifestaciones, de interpelar al presidente de la República, de visita por Valdivia, y el primer mandatario -Ricardo Lagos- le tiró toda la caballería encima, espetándole que cómo osaba dirigirse al Presidente de la República de esa manera.

El juicio lo ganó Celco en la Corte Suprema y al día siguiente cerró la planta, en un gesto elocuente de los nuevos tiempos, donde no necesariamente lo legal es lo correcto. Un suceso acontecido fuera de Santiago, con fallo judicial a favor, no fue capaz de dar vuelta la ola emocional que había capturado al país sobre el incidente.

Quizás uno de los eventos más simbólicos del cambio de percepción en la ciudadanía sobre sucesos de la elite no tuvo que ver con la economía ni la política, sino con el fútbol, la pasión de multitudes. Jorge Valdivia, el Mago, ídolo indiscutido de la afición futbolística, en pleno proceso de clasificación para el mundial de Brasil, invita a un pequeño grupo de sus más íntimos al bautizo de su hijo. El hecho ocurre en su casa, el mismo día en que la selección chilena debe concentrarse en el conglomerado de Juan Pinto Durán. Al día siguiente, el entrenador de la selección nacional, Claudio Borghi, informa que ha apartado a varios jugadores momentáneamente del plantel por llegar tarde a la concentración y no en «estado adecuado». La respuesta viene muy rápido y sigue la estricta lógica clásica de control de daños, poniendo a los ídolos y su credibilidad frente a la del entrenador. Cuatro de los cinco jugadores aludidos (Vidal se había devuelto a Europa) -Valdivia, Carmona, Beausejour y Jara-, apoyados por el Sindicato de Jugadores de Fútbol, arman una conferencia de prensa y señalan que no llegaron en mala situación, que Borghi miente y recurren a la confianza del hincha para que aquilate quién tiene la razón. Parecía un jaque mate para el entrenador, que no tenía una buena imagen por parte del futbolizado aficionado chileno, por llegar a reemplazar al ídolo que dirigía antes que él, Marcelo Bielsa. No pasaron 12 horas y de entre los íntimos del anfitrión Valdivia salió a los medios un video, que mostraba como el dueño de casa se caía sobre las mesas y se tambaleaba al caminar mientras estaba en la fiesta del bautizo de su hijo. Repito, de entre los íntimos que fueron invitados se grabó la prueba de lo que decía Borghi y se difundió por los medios, antes de que terminara el eco de la conferencia de los futbolistas negando los hechos.

¿Cómo se entienden los hechos narrados en el contexto de lo ocurrido con el senador Walker y el presidente de Asexma?

Hace ya bastante tiempo que se dan señales de que la relación de los ídolos, las elites y las autoridades con la población dejó de ser una vía de comunicación vertical, donde la voz de la autoridad, el empresario, el ídolo futbolístico, el obispo, por sí y ante sí, generaban la versión oficial de los acontecimientos. La gente hoy se comunica entre sí como nunca antes y eso genera efectos multiplicadores inéditos. Personas que padecen una situación común, pero que no se conocen, sin militar juntos ni trabajar en la misma empresa, ni siquiera ser de la misma ciudad, salen a la calle a la voz de un llamado que los interpela. Y se multiplican por miles. Y se ven y se dan cuenta de su poder. Partió con cabros chicos el 2006, siguieron el 2011, se trasladaron a los problemas en la empresa y de ahí no pararon de salir más. Desafiando esa frase grosera y amenazante que, de cuando en cuando, lanzan desde empresarios a ministros progres: «hay que cuidar la pega». Salieron por el mal olor proveniente de su fuente de trabajo en Freirina, por lo que veían como una injusticia regional de trato en Aysén, por la educación, y últimamente por las pensiones del sistema de las AFP. Si hay algo que ya se sabe de antemano es que la vieja práctica del interpelado por la ciudadanía, de difundir comunicados oficiales con la versión de la empresa, o apelar a la autoridad de turno, comunal, distrital, regional, buscando alero frente a la denuncia ciudadana no funciona como antaño. Nadie quiere recordarse -en medio de los juicios al respecto- de los millones que se entregaron para financiar campañas, por lo que retribuir con actos oficiales está fuera de línea y posibilidades. Esto deja a toda una elite de las más diversas áreas suspendida en su propia burbuja.

Así como las comunicaciones e internet movilizaron gente como nunca antes, también esas generaciones de adultos y jóvenes chilenos, más educadas que nunca antes en la historia, asimilaron con mucha rapidez valores nuevos que se comunicaban y los beneficiaban. Una nueva mirada a la mujer, con menos ninguneo clásico y estereotipos de cocinas y cuidar guaguas; una renovada impresión del homosexualismo, no ya como una enfermedad o un castigo de Dios, sino como una condición válida, merecedora de respeto. Del palmoteo cariñoso en el poto en la oficina, a los chistes sexistas sin más justificación que la burla, se pasó a una progresiva ascendente de trato, si no igual, a lo menos equilibrado y respetuoso. Las palabras volvieron a tener validez por su significado; y lo que se dijo exigió que alguien se hiciera cargo de ello. Cuando la ex ministra Carolina Schmidt, pocas horas después que su jefe, el presidente Sebastián Piñera, hiciera un chiste sexista comparando políticos con damas, salió a criticar sus palabras en público, pareció que se había ingresado a otro portal de trato en lo más alto de las autoridades de gobierno.

No digo que estamos mucho mejor que antes. Lo que digo es que se está descorriendo el velo de la hipocresía y la mentira en situaciones que, antes, eran dominadas por ellas. Y este tránsito es doloroso, porque las ideologías sobre el prójimo, especialmente si es distinto a ti, están grabadas a fuego en tu manera de ser, de hablar, de presentar regalos, de opinar por Twitter, de buscar apoyos en la confianza.

Ya no está el público en la misma disposición temerosa o disminuida para reaccionar como antes se hacía, bajando la cabeza para cuidar la pega, cuando se le pedía que la cuidara; o aceptando de buenas a primeras la palabra de la autoridad, cuando se exigía un acto de fe en su favor; o aceptando como muestras de cariño las palmaditas y sobajeos a las mujeres de la oficina; o esperando risas de aprobación para cada idea vieja, que traiga a tiempo presente el ninguneo y desprecio por el género opuesto.

Lo que pide el senador Patricio Walker es que le creamos de buenas a primeras que alguien le borró los archivos de su computador. Lo que pide el empresario Roberto Fantuzzi es que nos riamos de la muñeca inflable, como nos reímos del indio pícaro, cuando los tiempos no son los de igualar los dos géneros en cómo nos burlamos de ellos, sino en cómo no seguimos violentando al que hemos violentado siempre.

Ninguna de las dos cosas hoy es posible, como sí podía serlo antes. El senador Walker, un tipo serio y que ha contribuido a políticas públicas de peso y necesarias para el país, después de saberse sus lazos con la industria pesquera de su región, se ha puesto en una situación muy difícil para las autoridades enfrentadas a un hecho sospechoso: que la ciudadanía haga un acto de fe en su palabra.

Roberto Fantuzzi, buen empresario metalúrgico y creador de una tradición humorístico-política de regalar tonteras a las autoridades, confundió lo que a su entorno le parecía trivial con cómo hoy la gente percibe gestos asociados a estereotipos sexistas. Y su regalo le explotó en las manos. Digo que no sólo Fantuzzi es responsable de esto, sino también su entorno cercano, porque nadie lo dijo mejor que la publicista @vicmassarelli en Twitter: «Pensó el chiste. Se rió. Lo compartió. Rieron. Compraron la muñeca, subieron al escenario. Volvieron a reír. Sacaron la foto. Seguían riendo.»

El efecto Trump

01 jueves Dic 2016

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Aparecen frases en candidatos presidenciales de la derecha que sugieren xenofobia, discriminación hacia los inmigrantes, una mirada nacionalista de país amurallado. De inmediato se le oponen, correctamente, voces que informan sobre la evidencia del inmigrante en Chile: aportan económicamente mucho, delinquen menos que los chilenos, contribuyen a ampliar el ombliguismo nacional.

Se usa la evidencia de estadísticas como prueba de lo que se dice no es verdad. Quizás esperando que quienes mintieron reconozcan su error y maticen sus dichos. Desgraciadamente, en la estrategia de quienes hoy se lanzan contra los inmigrantes la evidencia es irrelevante. Lo que importa es el efecto Trump. Y eso hay que explicarlo.

Donald Trump mostró un ángulo inédito por décadas en las campañas políticas presidenciales en EEUU: apelar a la emoción primaria; en particular a lo que se conoce como «primal fear». Ese instinto primigenio, pre-civilización racional y ordenadora, que detecta una amenaza y que impulsa -no a la razón- sino a hacer lo que sea para sobrevivir.

Estados Unidos es el país más violento del planeta. En la estadística violenta que sea ocupa siempre los primeros lugares. Más homicidios que en ninguna parte; más violencia intrafamiliar; mayores tasas de violaciones intrafamiliares; más asesinos en serie que ningún otro país; de los primeros en ejecutar condenados a muerte; la proporción más alta de encarcelamiento del mundo; involucrado, en los últimos 100 años, como ningún otro país en guerras fuera de sus fronteras.

Su historia es elocuente al respecto. En 1789 entró en vigencia su Constitución Política, una de las más estables y respetadas del mundo. Varias constituciones se reflejaron en la de EEUU a la hora de ordenar políticamente sus países. Una muestra de pacto social ejemplar. Casi 80 años más tarde de la irrupción civilizadora de la Constitución de EEUU, el país ya estaba en condiciones de matarse unos a otros por defender varios estados, entre otras cosas, esa inmigración obligada que se llama esclavitud. Y 80 años más adelante, todavía en algunos estados del sur de EEUU los linchamientos de negros eran cotidianos, el Ku Klux Klan era un movimiento en alza, y los asientos en el transporte público de muchos estados estaban divididos entre aquellos para blancos y aquellos de atrás para los negros. Ya estamos en los años 60 del siglo XX, en medio del alzamiento popular en favor de los derechos civiles. Cuando el presidente de turno, para integrar los colegios como lo exigía una nueva ley, debió llevar a los niños negros desde sus barrios a sus nuevos colegios, en buses flanqueados por soldados del ejército y la Guardia Nacional. Como la violencia en EEUU no se da solamente en la base, ese presidente, John Kennedy, poco tiempo después se convirtió en el cuarto primer mandatario de EEUU en ser asesinado durante el ejercicio de su cargo. Récord absoluto para una democracia moderna. Antes que él fueron asesinados Abraham Lincoln, James Garfield y William McKinley. Si se tomaran en cuenta los intentos de asesinato a los demás presidentes, el récord sería aún más apabullante.

La Segunda Enmienda de la Constitución de EEUU permite a sus ciudadanos tener y portar armas de fuego. La naturaleza de asamblea ciudadana que primó en la construcción de EEUU, donde se recelaba del gobernante único y todopoderoso, por lo que los estados se erigieron en un contrapoder serio al ejecutivo, no era suficiente seguro ante la posibilidad de un líder que usara el poder del gobierno contra su gente. Y por eso se ha mantenido la Segunda Enmienda intacta desde su origen. Si todo fallara, si la institucionalidad democráticamente creada no pudiera contener a un gobernante erigido en dictador, entonces ahí estará el pueblo armado para hacerlo. Y la Segunda Enmienda sigue vigente. Y explica la cantidad de armas que aparecen de pronto en las noticias, utilizadas por escolares en colegios, por loquitos en cualquier escenario, en resoluciones de conflictos vecinales cuando los diálogos fallan.

Si el carácter violento de EEUU no se percibe más frecuentemente es porque se equilibra con un territorio inmenso, que diluye la concentración de noticias violentas, y porque los estadounidenses, a pesar de todo lo señalado anteriormente, han logrado crear un orden paralelo al de la violencia individual y colectiva, sobre la base de una historia algo esquizofrénica, donde cohabitan la excelencia y la violencia y, desde hace unos 50 años, por la construcción de un lenguaje civilizatorio, consensualmente aceptado, que reemplazó el lenguaje de la separación y odio que permeaba ese país desde su nacimiento.

El negro, identificado por un color, se volvió «African American», identificado por un origen, reivindicando su condición inicial de esclavo. Igual con el «Native American» por el indígena; el «Latino» por los latinoamericanos; el «Asian American», por el oriental nacido en EEUU. El lenguaje descriptivo, políticamente correcto si se quiere, creó una realidad pública. La conciencia no abusiva de la Carta Fundamental, interpretada en sendos fallos de la Corte Suprema, se trasladó también a otros ámbitos como las relaciones de género, después de peleas titánicas por décadas. A los derechos de hombres y mujeres en su intimidad cotidiana. Más recientemente a las orientaciones sexuales de los estadounidenses, con un lenguaje nuevo, pertinente a las nuevas realidades. Amplificadas cada una de estas luchas y conquistas a través de la cultura del cine y la televisión, que llevó a «the American Way» a fijar un estándar de civilización mundial.

La estructura creada por este nuevo lenguaje de inclusión y tinte neutro se hizo casi sinónima de la American Way. Hasta que la globalización sacó los empleos de Michigan y Wisconsin y los llevó a la mano de obra barata de China. Hasta que, luego de bombardear y complotar en todo el mundo, la sombra del terrorismo aterrizó en territorio estadounidense, con su secuela de inseguridad y miedo. Hasta que pagar la universidad de los hijos pasó de un ahorro clásico, romántico casi, a la razón por la cual los padres no podían jubilar. Hasta que el mensaje en la Estatua de la Libertad, llamando a acoger a los inmigrantes del mundo, cedió paso a un rencor larvado, encubierto por el lenguaje políticamente correcto, que retrotrajo las miradas a tiempos de pánico a las diferencias.

Trump captó mejor que nadie lo que estaba pasando. El andamiaje construido por el lenguaje de lo políticamente correcto servía para disimular el sentimiento real cuando se estaba en público. Pero, en la casa, protegido por la privacidad de la familia o las amistades más cercanas, el Afro American volvía a ser el «fucking nigger». El musulmán estadounidense perdía el respeto religioso de la Constitución y era terrorista en potencia. El Latino, que llevaba cuatro generaciones hablando inglés, atraía peligrosamente a otros como él que buscaban el sueño americano, escapando de la pobreza económica en sus países.

Y Trump habló. Y lo que dijo fue sencillo, aunque sus palabras dijeran otra cosa: es tiempo de «reckoning», dijo, ese momento tan presente en la cultura norteamericana cuando se deben saldar las cuentas, aceptando lo que se es y se siente. Apeló a destruir el muro de lo políticamente correcto y votar como se sentía en la guata. El blanco de estados industriales, sin educación universitaria ni empleo o temiendo perderlo, saltó de su letargo y dijo ¡Upa! El Latino establecido en Florida por décadas, dejó de ver a sus iguales en la isla o Centroamérica como pares y los reconoció como rivales. «Protejan lo que tienen», dijo Trump con otras palabras, «porque todo está en riesgo». Trump vio que tras toda una cultura de democracia, civilización y lenguaje inclusivo, a la hora del miedo, se debe apelar al instinto primario de sobrevivencia. Y ese es siempre egoísta en lo individual y nacionalista en lo colectivo. «Make America Great Again» apelaba al pasado victorioso en dos guerras mundiales y una tercera Guerra Fría, pero también inevitablemente ese pasado traía consigo visiones del orden de esos tiempos, cuando «separados pero iguales» se consideraba una relación igualitaria.

«Vota como sientes, no como piensas», sugirió Trump. Y esa apelación inhibe la evidencia fáctica contraria. No sirven las estadísticas que prueban que la realidad es distinta. En la soledad de la urna electrónica, el llamado es a sentir la voz del «primal fear». Se convoca al miedo que se ha ocultado tras un lenguaje caballeroso, para que salga de su guarida y vote por la seguridad de los similares.

Lo que Ossandón y Piñera han abierto es la estrategia de Trump en un país que se sabe es profundamente hipócrita en público y muy segregador, clasista y asustado del distinto en lo privado. Como Trump, apelan al sentimiento instintivo, que trasciende una clase social. No sirven las evidencias estadísticas, porque la interpelación no es a la razón, sino al miedo. No buscan dirigirse a su clase con la advertencia sobre los inmigrantes, porque esos votos se consiguen con propuestas económicas de menos impuestos, expectativas de mejores negocios, complicidades valóricas con la religión dominante y la garantía de la continua segregación de colegios, salud y barrios según ingreso familiar.

No, al igual que Trump, la advertencia sobre los inmigrantes apela a quienes se perciben potencialmente amenazados por ellos: trabajadores fabriles, campesinos, servicio doméstico, la clase media, gente que camina en la calle y los ve, observa los cambios de tonalidades en la piel, la multiplicación de los acentos y duda si eso puede amenazar lo poco que tiene.

Apelar al miedo es un clásico de campañas. El triunfo de Trump no necesariamente es replicable. Pero su método, cuando los escrúpulos no forman parte del ADN de los candidatos, merece la pena intentarse.

El llamado de Trump a suspender el pensamiento racional y votar con la guata aterrizó en Chile. Su primer capítulo es la fabricación de miedo contra los inmigrantes. No tengo dudas de que en los medios de comunicación afines a esas estrategias se destacarán profusamente los delitos realizados por inmigrantes, creándose la estadística de lo que se ve en la televisión, se lee en columnas o se escucha en la radio como sustituta de aquella con datos objetivos.

Trump no ha visitado Chile todavía. Pero ya está dejando huella.

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