¿Cómo entender un mundo que no responde a las claves de siempre?
Era tan sencillo cuando una empresa se instalaba en cualquier lugar y decía: “vengo a traer decenas de empleos”. Nadie preguntaba sobre si la producción afectaría el medio ambiente, o hacía preguntas complejas como: ¿empleos de qué calidad? Instalarse y anunciar empleos era la base del progreso, respaldado por políticos locales y a nivel nacional.
Nicholas Taleb, autor del célebre libro El Cisne Negro, mencionaba que el pavo de navidad era incapaz de prever que esa persona, que por varias semanas aparecía cada día para alimentarlo, un día cambiaría su conducta y le cortaría el cuello sin miramientos. Imaginar el futuro de acuerdo a cómo ha sido el comportamiento en el pasado es la ideología del pavo.
Cuando la evidencia de un nuevo fenómeno social se nota fácilmente, es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Nos hemos pasado casi dos décadas discutiendo sobre si el Calentamiento Global es de verdad o es un ciclo más de tantos en la naturaleza. Ahora, que casi no quedan científicos que duden de que el Calentamiento Global es serio y ha sido provocado por nuestra acción productiva, la discusión es otra: ¿hay tiempo para hacer algo al respecto o la inercia de la explotación indiscriminada de recursos naturales está al mando de lo que pase a futuro?
En materia de comunicación política y económica pasa algo parecido. Por décadas se ha seguido el modelo que hace equivalente la creación de empleos con desarrollo. Particularmente desde que una disciplina, la economía, tomó el control de los gobiernos y de la política. Personas que resultaron más asertivas cuando oficiaban como historiadores -explicando porqué una sociedad se empobreció- se ungieron como profetas del futuro, si se seguían determinadas normas económicas que ellos postulaban, estableciendo como principal método de verificación una de las estadísticas más engañosas que se hayan inventado: el Producto Interno Bruto. La suma de toda la producción y todos los servicios del país, llevada a valor de dólares. Si una empresa forestal arrasaba, de cuajo, miles de hectáreas de bosques nativos, privando a ese país y al mundo de oxígeno y de un ecosistema renovable, aquello se contaba en el activo del país como dólares por madera exportable. El PIB subía, y eso era bueno.
Por el contrario, si alguien lograba convencer a las autoridades para hacer una campaña masiva de ahorro de electricidad, prendiendo sólo las ampolletas que fueran necesarias y apagando todo el resto, la baja en el consumo de electricidad consiguiente se registraba como una baja del PIB y, por tanto, como señal de menor desarrollo. A pesar de que el consumo responsable es exactamente todo lo contrario. Lo mismo en materia de seguridad pública. Si por miedo a un asalto, miles de familias afluentes decidían contratar un guardia privado para sus casas, el PIB subiría notablemente en la variable seguridad pública, a pesar de que difícilmente se puede asociar mayor desarrollo al hecho de estar permanentemente bajo el temor de ser asaltado.
Los índices cuantitativos de desarrollo, como el PIB, fueron creados por economistas que, para ponerlo en ingenuo, nunca avisoraron los estragos que se producirían con la creciente explotación de todo tipo de recursos, incluido el trabajo humano. O si lo previeron, nunca imaginaron un cambio tecnológico y comunicacional mundial tan brutal y rápido como el que ha tenido lugar en los últimos diez años.
Hace no mucho tiempo, la verdad oficial de una empresa era ley para todos sus empleados. El Gerente General o Presidente del Directorio, enfrentado a un problema que había hallado espacio en la opinión pública, señalaba la versión de la empresa y ésta era repetida a machete por todos los empleados. No había disidencias. Y los que preferían no hablar, cumplían con el dicho de que el silencio es el lenguaje del statu quo, sumándose de hecho a la versión oficial de la empresa.
Pero de pronto surge una tecnología que hace posible la liberación del rebaño, si no se quiere ser parte de él. Y con mínimos costos para el que elija disentir con lo oficial. No sólo las redes sociales e Internet establecen la posibilidad de comunicarse horizontalmente con personas que padecen lo mismo que nosotros, en una amplitud masiva inimaginable antes, sino, además, permite que se pueda desmentir la versión oficial, con evidencia transmisible con un click, y con plena seguridad para el que transmite. En un símil con la ficción geopolítica clásica y la actual, los espías del siglo XX eran personajes mitológicos, como James Bond, que trabajaban al servicio de su Reina o Jefe de Estado. Los “espías” del siglo XXI se llaman Edward Snowden y Chelsea Manning, personas sin alto rango, gente común y corriente con acceso a datos, que revelan verdades pensando en servir a la sociedad.
En esa transición estamos, una nueva transición. Desde la realidad analógica, secuencial, jerárquica, de hace poco tiempo, a la que se vislumbra más cooperativa, genuinamente individual y solidaria de ahora. Digo genuinamente individual, en lo que puede parecer un contrasentido con lo cooperativo y solidario, porque lo que se ve es que las personas son capaces de asumir la posición que realmente tienen, a raíz de observar el marco más amplio de discusión al respecto. Su apoyo puede no venir de su empresa, sino de miles de otras personas con otras labores, pero que visibilizan y reproducen el derecho de él o ella a expresarse. Y su empresa, sensible como son las empresas a su imagen pública, como jamás antes, siente esa presión multitudinaria. Y no puede hacer lo que algunos directivos quisieran, echarla o silenciarla, debiendo enfrentar el problema real.
Aquí está el conflicto hoy. Hay voces del statu quo que claman que lo que estamos viendo es sólo un ciclo. Un evento, como ha habido tantos en la historia, que después de su fulgor, vuelve al ruedo y a la rutina. Yo creo que están equivocados. Lo que estamos viendo es, como lo señaló Erich Fromm para definir la esperanza, una visión del futuro en su periodo de gestación. No importa cuáles sean los avatares políticos contingentes que delatan las encuestas de turno, la gente no está dispuesta a volver a la época de los abusos en silencio, de la sobreexplotación sin disidencia interna, de la tradicional forma de financiar la política, donde el dinero mandaba viniera de donde viniese, del desequilibrio brutal en materia de delincuencia si acaso se era de una u otra condición social, de la trampa como resorte del éxito, del discurso de la educación como mejor nivelador de ingreso, pero con una realidad que hace a la familia del alumno prisionera del crédito bancario que lo financia. Y que sólo puede aspirar a separarse de otros alumnos indeseables, por la vía de aportar una cantidad de dinero extra para estar en colegios de mala calidad de educación, pero lleno de estudiantes parecidos.
La próxima elección presidencial será inédita en un sentido que tiene que ver con el contenido del discurso político. Nadie postulará mantener el statu quo. Todos postularan al cambio, incluso la Derecha. Esta última podrá promocionar mayores y graduales aumentos de porcentaje de colegios con gratuidad, igual gradualidad en avances de leyes laborales, mayores fiscalizaciones para empresas que afectan el medio ambiente y más regulación para atentados a las leyes del mercado, como la colusión y el monopolio, todo dentro de su esquema de avanzar en la medida de lo posible (sí, ese es un esquema del statu quo, conservador, donde lo posible es lo que las capas dominantes están dispuestas a ceder a cambio de otros favores). Y la Izquierda hará sus consabidas demandas de derechos sociales ampliables, buscando que otras caras puedan tomar la posta que no se pudo hacer en este gobierno.
Todavía hoy la Calle es motivo tanto de escarnio como de esperanza. Un opinólogo amigo puede tirarse en contra de las redes sociales, porque vive enjaulado en un mundo que ya no existe más que en sus deseos y sus libros de historia. La Calle no es un fenómeno físico. Y eso cuesta dimensionarlo. Por cada persona que marcha en una manifestación, dependiendo de la importancia de ella, hay decenas, centenares, miles de otras que no marchan pero que hacen de las redes sociales una calle virtual y, si deciden mañana ir a votar, lo harán en el sentido de quienes marcharon. Buscar minimizar esa influencia, que crece en cultores cada día, es suicida o una incapacidad de avisorar un cambio en el escenario que siempre se vio.
Las encuestas han registrado una considerable merma en la aprobación de gobierno y en la figura de la Presidenta. OK, ¿adónde se traslada aquello que hasta hace pocos meses daba una enorme popularidad a la Presidenta y su gobierno? ¿Se esfumó? ¿Se trasladó a la Oposición? No, y en esto todas las encuestas coinciden. Ningún grupo capitaliza la caída del Gobierno. La Derecha puede halagar hasta el hartazgo a la DC para que vote en contra del proyecto de aborto terapéutico de tres causales, y eso no hace ni a la DC más popular, ni a la Derecha menos Derecha. Pueden hacerse todo tipo de acuerdos en materia legislativa y, todos los parlamentarios lo saben, su posibilidad de reelección no tiene que ver con lo que acuerden sino con qué tanto se acercan a lo que su calle virtual -nacional, regional o comunal- les pide.
El caso más emblemático se dio hace poco con la presencia de Carmen Gloria Quintana en Chile y la reapertura del Caso Quemados. Sí, los derechos humanos también son Calle, mucha más Calle que elite política todos estos años. Los eternos postulantes de que debe darse fin al pasado reciente, para concentrarse en los problemas de ahora, se encontraron a boca de jarro con un hecho indiscutible: el pasado no resuelto o impune es considerado presente para la gran mayoría. Incluyendo dirigentes de partidos de Derecha, cuyas frases a favor de degradar a los militares violadores de DDHH han encontrado una tibia oposición, principalmente en militantes ex militares. Hace 10 años, como se puede verificar en cualquier archivo periodístico, era inconcebible que un presidente de la UDI planteara una idea como esa. No es sólo que cambió de opinión, lo que creo es que también cambió de idea. No creo que Hernán Larraín hoy acepte situaciones idénticas a las que aceptó y endosó en el pasado, justamente porque el valor del pasado es hacer pedagogía sobre la naturaleza de los eventos políticos, a fin de que sus enseñanzas sirvan en el futuro. Y nosotros hoy somos el futuro de ese aprendizaje del pasado dictatorial. Y cada vez son menos los que proclaman con desparpajo que para hacer una tortilla hay que romper huevos y que “algo estarían haciendo los desaparecidos para que se necesitara hacerlos desaparecer”.
Cuando los tiempos cualitativamente cambian quedan retazos del tiempo anterior, que pueden por un buen rato continuar dominando las formalidades del país. El general Contreras es un retazo de un tiempo anterior, a quien civiles refundadores del país utilizaron a destajo, hasta que dejó de servirles en democracia y, simplemente, como se hace con una reducción de personal por razones de la empresa, se le dejó caer en la ignominia y solo, con otros militares, tan presos como él.
Los acuerdos de la época de la Concertación, los del primer Gabinete que decidió romper la promesa de Aylwin de revisar las privatizaciones, los de Frei y sus propias privatizaciones sanitarias, los de Lagos y una nueva Constitución que mejoraba aspectos de la de Pinochet, pero no cambiaba su carácter autoritario y centralista, los de Bachelet y su mesa de diálogo para desarmar la primera calle de los secundarios, todos esos acuerdos, pudiendo continuar haciéndose, tienen hoy -lo saben todos- una obligación de consenso mucho mayor que el que proveían los partidos de la coalición gobernante hace pocos años. Necesitan la Calle y lo que representa. Habiendo voto voluntario y estando el gobierno en baja aprobación, el riesgo es que la legitimidad de quienes sean elegidos sea peor que el candidato que tradicionalmente era arrastrado por su compañero de lista bajo el antiguo sistema binominal. Si la Calle que hoy se insulta decide no ir a votar, quienes salgan elegidos pueden enfrentar una crisis de legitimidad, que en un país crispado y con problemas de fondo sin resolver, puede ser caldo para varios intentos de desconocer la autoridad del gobierno. Sea el que sea.
Quiero repetir el mensaje de esta columna: estamos en Transición hacia un cambio de contrato social ineludible. Del antiguo que sostenía que ese contrato se definía por la relación del dinero y el individuo, se está transitando hacia un nuevo acuerdo nacional que deberá contemplar derechos y deberes que nunca antes se habían establecido para gobernantes y gobernados. Y esto se hará en el sentido del gigantesco cambio tecnológico y comunicacional del siglo XXI y no contra ello. Probablemente viviremos varios episodios de ensayo y error. Todo el mundo lo está haciendo por las mismas razones.
Como me dijo un buen amigo respecto de la innovación -que se basaba en la adopción temprana de ella y no en el genio creativo de sopetón- lo mismo creo de quienes serán los navegantes y a quienes se llevará la ola del cambio inevitable: los que entiendan lo que sucede y adopten medidas temprano estarán en mejor pie que quienes descubran que, por pavos, se pasaron la luz roja y despiertan de pronto en medio del cruce de carreteras, a merced de otros que ya no pueden detener. Lo importante, creo yo, es que esta adopción temprana es válida para todo tipo de sensibilidades políticas. No es monopolio de la izquierda que quiere cambiar el statu quo hacia su pensamiento. La Derecha, si entiende lo que pasa, como lo han hecho algunas figuras individualmente, tiene tanta opción como sus detractores para postular visiones de futuro bajo un nuevo contrato social.
Los que definitivamente, a mi juicio, no tienen nada que hacer, más que provocar ruido, son los que apuestan, como se da en el precio del cobre, por el fin de un ciclo de baja y un pronto retorno al «business as usual». Puede darse en la explotación de un recurso natural, hasta ahora irremplazable, pero en la convivencia humana hay momentos en que la campana suena y cambia la historia sin que hubiera muchos agoreros de lo que venía.
No es Chile el que está en esa encrucijada. Es el mundo el que lo está. Y de tanto mirarnos el ombligo, como si fuéramos el pueblo elegido y lo único que vale en el planeta, estamos descubriendo a la fuerza que la gente es la que está adquiriendo mayor aprobación y que es la elite económica, religiosa y política la que la está perdiendo.
No imagino cómo puede darse el paso, en el mundo hiperconectado de hoy, para que los últimos se mantengan, sin asumir las prioridades de los primeros.