Cómo te explico a Serrat

Esta columna fue publicada en El Post hace seis años, cuando Serrat vino a Chile invitado por CHV. Hoy está de cumpleaños y me he puesto sensible con tanta muerte de cantante top en 2016. El antídoto es recordarlo en vida, porque está aquí todavía. Al alcance de las ganas.

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Un tuitero, sabiendo que iba ayer al recital de Joan Manuel Serrat en conmemoración de los 50 años de Chilevision, escribió: «UUFF ¿con Serrat?. Chuta, sigo sin entender a Paulsen».

Entenderme a mí no vale la pena. Pero, permíteme intentar explicarte a Serrat y el influjo de sus canciones en dos generaciones.

Hubo una época en que la televisión no tenía la importancia de hoy. Cuando no existían internet ni celulares. Era la época de jugar fútbol en la calle, con dos poleras formando un arco, y la tranquilidad de que el grito de ¡Auto! sería lo suficientemente infrecuente, como para no detener la pichanga a cada rato. Sin embargo, algunas cosas de hoy también existían y eran quizás más influyentes: la vida cotidiana, los poetas, la pobreza y los tiranos. Serrat supo hilvanar esos cuatro elementos, combatiendo férreamente a los dos últimos a punta de canciones fundadas en los dos primeros.

Cuando la brutalidad se apodera de todo lo que tienes y de todo lo que quieres, no son pocos los que se suman al coro dominante y, rápidamente, aumenta la proporción de brutos con poder. Joan Manuel Serrat fue una voz de sensatez y valentía, cuando el mundo se volvió loco y pusilánime. Su mundo español y franquista. Y el nuestro, de intolerancias y dictaduras. Serrat rescató los poemas sencillos de los poetas sepultados en las mazmorras, añadió sus propios poemas y musicalizó todo, para cantarle a los que seguían vivos que lo propio era un tesoro, para denunciarlo y festejarlo.

En Fiesta, Serrat sintetiza la amalgama vital de nuestra pequeña humanidad. Cuando «el pobre y el villano/el prohombre y el gusano/cantan y se dan la mano/sin importarles la facha». Por un ratito nadie parece ser quien es y todos se sienten iguales a todos los demás. Hay fiesta en el pueblo, pequeñas alegrías que hacen desaparecer por instantes el peso de la realidad. En el golazo de victoria de nuestro equipo. En esa primera cerveza en el sofá después de volver del trabajo, cansado como perro. En la niña que mirabas en el bus durante días y que te miró hoy. En el libro que terminaste y te llenó el gusto. En el último chiste que te contaron y que te sigue haciendo reir cuando lo recuerdas. En tu mamá que volvió a hablar con tu papá después de la pelea. En la navidad en familia que llena la casa de regalos. Esa es la Fiesta y es efímera, pero carga los espíritus, renueva las ganas y lubrica el engranaje que mantiene vivas las utopías.

Antonio Machado, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Salvat Papasseit, poetas olvidados y castigados, revivieron en las canciones de Serrat y permitieron que muchos que no leyeron sus poemas, los escucharan como canciones. «Caminante no hay camino/se hace camino al andar/ Golpe a golpe/verso a verso», decía Machado por boca de Serrat. Nosotros, jóvenes como tú, en otra época, sentíamos la fuerza para intentarlo, para equivocarse en el proceso, pero intentarlo, golpe a golpe/verso a verso.

No estás en el momento de pensarlo aún, pero a mí me encantaría que algún amigo me echara de menos después de mi muerte como Miguel Hernández echa de menos a su coterráneo Ramón Sijé en Elegía, magistralmente cantada, sin apurar para nada el ritmo del dolor, por Joan Manuel Serrat. Escúchala con tranquilidad, siente el valor de una amistad con historia, que se trunca porque la vida andaba desatenta y la muerte estaba enamorada. Se me fueron muchos amigos y amigos de mis amigos en estos últimos 40 años. A todos les canté Elegía en silencio y agradecí a Hernández y Serrat por regalarme las palabras.

¿Cómo no emocionarse con esa Penélope, loca de amor, buscando que el tiempo vuelva y que no avance? ¿Con esa Paloma que se equivoca siempre, en una metáfora brutal de un símbolo que no puede realizar su significado? Tendrás hijos, amigo tuitero, y Serrat estará al acecho para acompañarte de una manera feroz, como nadie lo ha hecho, con sus provocaciones sobre los que más queremos. «Esos locos bajitos» te desgarrarán el alma por la imposibilidad de contener su libertad. «Señora» te recordará al que fuiste, desafiante y altivo, pero lo verás retratado ahora en el pololo de tu hija, que le dice a tu esposa «ya la educó/yo me hago cargo». Y sabrás que tiene razón, aunque te duela y lo niegues. Escucharás «Poco antes de que den las 10» y quizás aprenderás de Serrat, como yo lo hice, que más que reglas y normas duras, con los niños se invierte en apoyo y en toneladas de confianza.

Serrat es catalán, pero muchas de sus canciones son en castellano. Eso significa que se pueden oir y entender. Lo que no es menor en un mundo dónde, según The Economist, más del 70% de los fanáticos del rock no entienden las letras ni los mensajes de las canciones que les gustan. Los poemas cantados de Serrat no requieren intérpretes y siempre hay uno que calza con lo que te está pasando.

Sé que la música y la poesía no son traspasables racionalmente. Se sienten, te gustan y pasan a ser tuyas. Serrat puede que no te guste. Tiene una voz muy nasal, que ya no es tan potente como antes, pero sigue intacta en su energía interpretativa. Por último, ahí están los CDs, DVDs y downloads de sus mejores épocas. Puede que prefieras más guitarras eléctricas, más sintetizadores, más gritos, más ritmos robados al Caribe o más metal. Quizás es demasiado modesto, hoy por hoy, cantar sin disfrazarse. Ni tener coreografías sofisticadas. Ni montar espectáculos llenos de efectos especiales y pirotecnia tecnológica. Pero cuando te llegue el momento de escuchar y atender a las canciones -que siempre llega- dale una oportunidad a este hijo del Mediterráneo, que se te mete en tu historia sin pedirte permiso y te abre los ojos cuando más lo necesitas.

Disfruté como si hubiese sido la primera vez el recital de Joan Manuel Serrat de ayer. Me encantaría haber ido con mis hijos, pero la invitación decía «personal e intransferible». Querría que conocieran en persona a una de las fuentes esenciales que formaron a su papá. Aunque todavía no sintieran el peso de sus palabras ni la fuerza de sus razones. Solamente porque es verdad. Que como dice Serrat, nunca es triste. Lo que no tiene es remedio.

La Herida Moral

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Acabo de leer un libro brutal, un mazazo contra toda la épica hollywoodense del soldado estadounidense en batalla, siempre aguerrido, victorioso y heroico. Lo escribe un periodista que recibió el Premio Pulitzer en la categoría Reportaje Nacional, en 2012, por una magistral pieza sobre combatientes heridos en las guerras de Afganistán e Irak. Su nombre es David Wood.

El libro se titula «¿Qué hemos Hecho? La herida moral en nuestras guerras más extensas».

Herida Moral. Un concepto que no aparece muy a menudo por estos lados. Se denomina así a la situación sicológica derivada de participar en eventos que transgreden creencias, convicciones, valores en los que se cree firmemente. Un soldado, que fue educado bajo una religión o ambiente cultural lleno de valores morales inclusivos y respetuosos, a la hora de torturar a un detenido para que confiese, o cuando se le ordena rociar con Napalm a toda una villa, puede percibir que aquellos valores y expectativas en los que está formado entran en curso de colisión con lo que hace en batalla. Y esa disonancia cognoscitiva que se genera, al sostener simultáneamente dos concepciones opuestas -el respeto al prójimo y la tortura, por ejemplo- terminan deshaciendo la base moral del soldado, que se enajena con la culpa que trae su memoria.

Las víctimas fatales estadounidenses, en combate, durante la guerra de Vietnam fueron alrededor de 58.000. Los soldados que -una vez de vuelta en su patria- se suicidaron, hasta la fecha son más de 100.000. Las razones para esto último son múltiples y una de las que afloró más masivamente fue la que recibió el título de Herida Moral.

En batalla, dice Wood, sólo quienes participan saben exactamente lo que hicieron, lo que les ordenaron hacer, los códigos personales y las reglas que violaron. Esa experiencia no se escapa de sus mentes. A muchos vuelve una y otra vez. Resuena cuando recomiendan a sus hijos tratar a las personas con respeto, cuando van a ceremonias religiosas y sienten la «mirada de Dios». Cuando escuchan que sus líderes niegan lo que efectivamente hicieron. A diferencia del síndrome post traumático, que tiene que ver con la experiencia en situaciones límites, la herida moral afecta a quienes perciben que actuaron contra las reglas, contra lo que creen, contra lo que predican, cuando la guerra misma no es excusa. Porque el detenido torturado estaba desarmado y humillado. Porque no había necesidad de torturarlo delante de su hija. Porque no había peligro alguno de la aldea que estalló por los aires, sólo para mandar un mensaje de poder. Porque ejecutaron a personas sin tener convicción de que eran culpables de algo. Porque había niños jugando, que se veían nítidamente en la imagen que transmitía el drone, e igual se envió el misil a volar toda la escuela.

La herida moral es invisible. No es un dolor limpio, como la fractura de un hueso o un tajo accidental en el dedo. Es un dolor sucio, que corroe por dentro.
Muchos lo controlan apelando a la ideología, al fanatismo. Se dicen: «eran ellos o nosotros». «Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo». «Estábamos en guerra, señores». Otra forma de reducir la herida moral es escuchar a unos personajes que aparecen siempre después de las batallas, que no tienen ni el más mínimo atisbo de haber jamás enfrentado mano a mano a nadie, pero que traen las palabras jabonosas de la excusa y la justificación. Son los teóricos de la violencia. Apelan al ego y al nacionalismo. «Usted es un héroe», le dicen al soldado. «Siéntase orgulloso de lo que hizo». «Las futuras generaciones se lo agradecerán». «Lo que padece hoy, en este país sin justicia, será apreciado por millones en el futuro». «Gracias a nombre del país que usted ayudó a reconstruir», le dicen, antes de abandonar la cárcel o el hospital, donde queda el viejo oficial o el soldado raso, con los ojos llenos de confusión entre lo que recuerda y sabe, y las palabras anestesiantes que acaba de escuchar.

Los usaron para hacer el trabajo sucio, pleno de secretos y heridas morales. Y ahora los confortan con relatos épicos, como se consuela a un niño después de haber hecho una travesura que causó daño. Y los siguen usando.

No recuerdo quién era el poeta, o el dirigente social, o el político al que aludió el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, en una columna notable que publicó la revista Análisis, a comienzos de los 80. Sí recuerdo que el tipo había sido torturado como bestia, humillado él y su familia una y mil veces en las mazmorras de la dictadura argentina. Recuerdo que lo fueron a buscar cuando salió de la cárcel camino al exilio. Parecía un fantasma del que había sido. Delgado hasta casi la extinción, con arrugas que cruzaban rostro, brazos, cuello. Recuerdo que Galeano y el puñado de amigos que estaban ahí para recibirlo y llevarlo al aeropuerto, se sorprendieron de lo alegre que estaba el preso, en tránsito a transformarse en exiliado. Cuenta Galeano que se veían sus heridas, y el prisionero reía. Feliz, con la misma cara dichosa que había tenido antes, aunque la geografía de su cuerpo fuera un cúmulo de laceraciones. El hombre reía, no lloraba, reía.

Galeano, en un momento más privado, le pregunta: «¿cómo puedes estar tan alegre?; mira lo que han hecho contigo». El tipo, que no recuerdo su nombre, lo mira y dice: «Cómo no voy a estar contento, si ganamos». «¿Qué ganamos?», casi le grita Galeano, mientras miraba a su alrededor, buscando algún signo de cambio en ese país aplastado y bien aplastado.
«Ganamos, Eduardo», le dice su amigo, «porque no consiguieron convertirnos en ellos».

No consiguieron convertirnos en ellos. Esa es una medida de la consecuencia de nuestros actos con nuestros valores. No tengo problema en darle la libertad a un cuerpo a punto de morir, certificado profesionalmente, cuando la persona que habitaba ese cuerpo ya no está y sólo provoca lástima.
Porque mantenerlo más allá de su conciencia de vida deja de ser castigo y se acerca a la venganza burocrática, indolente. Como la que hacían ellos. Y no quiero convertime en ellos.
Para todos los demás, están las puertas abiertas para que sanen sus heridas morales, si es que las sienten, haciendo el acto que inicia el camino personal de reparación. Hablar. Simplemente, hablar. Si quieren pedir perdón, esas palabras debieran caer en campo fértil. E iniciar un breve diálogo, que parte con la pregunta: ¿perdón por qué?

Se hace silencio, el país escucha. El preso por violaciones a DDHH, si siente la herida moral, debiera responder la pregunta. Si efectivamente siente su herida moral, tiene la posibilidad de enfrentarla. Compartiendo lo que sabe y le destruye por dentro. Si lo hace no estará solo, creo.

Tarde, pero siempre a tiempo, habrá dejado de ser uno de ellos.

Suspendida en su burbuja

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Una semana de aquellas. Donde se dan dos muestras palmarias del principal problema del país: la falta de conexión con la realidad de las elites. Un senador, Patricio Walker, como ya antes lo habían hecho otros personajes políticos, reduce su potencial participación en un delito penal a un acto de fe. Los archivos que la fiscalía pedía de su computador, para aquilatar si había tenido participación en un posible delito de cohecho, misteriosamente desaparecieron. La explicación del senador de la Democracia Cristiana, fue que alguien -él no sabe quién fue- se introdujo en su computador y borró esos archivos. Lo único que queda, después de una declaración como esta, es simplemente creerle o no creerle.

Y, segundo, en una costumbre que Asexma ha tenido hace varios años de mezclar humor con política, su presidente le regala al ministro de Economía una muñeca sexual inflable, tapándole la boca con un letrero que dice que así como a las mujeres, hay que estimular la economía. Presentes en la ceremonia hay, además, dos candidatos a la presidencia de la República, que se jajajean a destajo con el regalo y posan con la muñeca, el ministro y el presidente de Asexma, como si se tratara de una travesura de cabro chico.

Detrás de ambos episodios hay un mismo elemento básico: una insensibilidad brutal de las elites sobre la forma como hoy la ciudadanía pondera los hechos públicos. Dar una explicación inverosímil era perfectamente plausible hace dos décadas. De hecho, en ese tiempo, bastaba presentar un trabajo cualquiera como justificativo de un servicio prestado y pasaba colado. La versión oficial de la empresa, ante cualquier desaguisado que la tuviera como sospechosa, era casi equivalente a un fallo judicial. Nadie mostraba disidencia, todo se alineaba detrás del texto, y el potencial daño quedaba controlado. Lo mismo con una autoridad de la República. Un ministro de Estado pudo votar con el carnet de manejar, porque se le daba el beneficio de la duda de que era él y su explicación de que se le había quedado el carnet de identidad era lógica y creíble. Un poco de ruido hubo, porque los periodistas que estaban en el lugar de votación se dieron cuenta del hecho, pero duró dos o tres días y el voto valió.

De pronto la cosa cambió. Y como dijimos anteriormente en otra columna, cuando suceden los cambios pocos los notan, mientras la mayoría cree que son sucesos anómalos temporales, que luego van a volver a la normalidad.

Quizás el primero de estos avisos grandes, mayúsculos, vino con el juicio y la movilización social contra la planta de Celco en el Río Cruces. Por primera vez se tenía una posibilidad de visibilizar el daño que al parecer producía esta planta de celulosa, cerca de Valdivia. La forma era la de cisnes de cuello negro, muertos a la vera del río. Hubo informes científicos a favor y en contra de Celco. Miles de valdivianos salieron a las calles a denunciar el daño ambiental provocado. Un estudiante tuvo la osadía, en una de estas manifestaciones, de interpelar al presidente de la República, de visita por Valdivia, y el primer mandatario -Ricardo Lagos- le tiró toda la caballería encima, espetándole que cómo osaba dirigirse al Presidente de la República de esa manera.

El juicio lo ganó Celco en la Corte Suprema y al día siguiente cerró la planta, en un gesto elocuente de los nuevos tiempos, donde no necesariamente lo legal es lo correcto. Un suceso acontecido fuera de Santiago, con fallo judicial a favor, no fue capaz de dar vuelta la ola emocional que había capturado al país sobre el incidente.

Quizás uno de los eventos más simbólicos del cambio de percepción en la ciudadanía sobre sucesos de la elite no tuvo que ver con la economía ni la política, sino con el fútbol, la pasión de multitudes. Jorge Valdivia, el Mago, ídolo indiscutido de la afición futbolística, en pleno proceso de clasificación para el mundial de Brasil, invita a un pequeño grupo de sus más íntimos al bautizo de su hijo. El hecho ocurre en su casa, el mismo día en que la selección chilena debe concentrarse en el conglomerado de Juan Pinto Durán. Al día siguiente, el entrenador de la selección nacional, Claudio Borghi, informa que ha apartado a varios jugadores momentáneamente del plantel por llegar tarde a la concentración y no en «estado adecuado». La respuesta viene muy rápido y sigue la estricta lógica clásica de control de daños, poniendo a los ídolos y su credibilidad frente a la del entrenador. Cuatro de los cinco jugadores aludidos (Vidal se había devuelto a Europa) -Valdivia, Carmona, Beausejour y Jara-, apoyados por el Sindicato de Jugadores de Fútbol, arman una conferencia de prensa y señalan que no llegaron en mala situación, que Borghi miente y recurren a la confianza del hincha para que aquilate quién tiene la razón. Parecía un jaque mate para el entrenador, que no tenía una buena imagen por parte del futbolizado aficionado chileno, por llegar a reemplazar al ídolo que dirigía antes que él, Marcelo Bielsa. No pasaron 12 horas y de entre los íntimos del anfitrión Valdivia salió a los medios un video, que mostraba como el dueño de casa se caía sobre las mesas y se tambaleaba al caminar mientras estaba en la fiesta del bautizo de su hijo. Repito, de entre los íntimos que fueron invitados se grabó la prueba de lo que decía Borghi y se difundió por los medios, antes de que terminara el eco de la conferencia de los futbolistas negando los hechos.

¿Cómo se entienden los hechos narrados en el contexto de lo ocurrido con el senador Walker y el presidente de Asexma?

Hace ya bastante tiempo que se dan señales de que la relación de los ídolos, las elites y las autoridades con la población dejó de ser una vía de comunicación vertical, donde la voz de la autoridad, el empresario, el ídolo futbolístico, el obispo, por sí y ante sí, generaban la versión oficial de los acontecimientos. La gente hoy se comunica entre sí como nunca antes y eso genera efectos multiplicadores inéditos. Personas que padecen una situación común, pero que no se conocen, sin militar juntos ni trabajar en la misma empresa, ni siquiera ser de la misma ciudad, salen a la calle a la voz de un llamado que los interpela. Y se multiplican por miles. Y se ven y se dan cuenta de su poder. Partió con cabros chicos el 2006, siguieron el 2011, se trasladaron a los problemas en la empresa y de ahí no pararon de salir más. Desafiando esa frase grosera y amenazante que, de cuando en cuando, lanzan desde empresarios a ministros progres: «hay que cuidar la pega». Salieron por el mal olor proveniente de su fuente de trabajo en Freirina, por lo que veían como una injusticia regional de trato en Aysén, por la educación, y últimamente por las pensiones del sistema de las AFP. Si hay algo que ya se sabe de antemano es que la vieja práctica del interpelado por la ciudadanía, de difundir comunicados oficiales con la versión de la empresa, o apelar a la autoridad de turno, comunal, distrital, regional, buscando alero frente a la denuncia ciudadana no funciona como antaño. Nadie quiere recordarse -en medio de los juicios al respecto- de los millones que se entregaron para financiar campañas, por lo que retribuir con actos oficiales está fuera de línea y posibilidades. Esto deja a toda una elite de las más diversas áreas suspendida en su propia burbuja.

Así como las comunicaciones e internet movilizaron gente como nunca antes, también esas generaciones de adultos y jóvenes chilenos, más educadas que nunca antes en la historia, asimilaron con mucha rapidez valores nuevos que se comunicaban y los beneficiaban. Una nueva mirada a la mujer, con menos ninguneo clásico y estereotipos de cocinas y cuidar guaguas; una renovada impresión del homosexualismo, no ya como una enfermedad o un castigo de Dios, sino como una condición válida, merecedora de respeto. Del palmoteo cariñoso en el poto en la oficina, a los chistes sexistas sin más justificación que la burla, se pasó a una progresiva ascendente de trato, si no igual, a lo menos equilibrado y respetuoso. Las palabras volvieron a tener validez por su significado; y lo que se dijo exigió que alguien se hiciera cargo de ello. Cuando la ex ministra Carolina Schmidt, pocas horas después que su jefe, el presidente Sebastián Piñera, hiciera un chiste sexista comparando políticos con damas, salió a criticar sus palabras en público, pareció que se había ingresado a otro portal de trato en lo más alto de las autoridades de gobierno.

No digo que estamos mucho mejor que antes. Lo que digo es que se está descorriendo el velo de la hipocresía y la mentira en situaciones que, antes, eran dominadas por ellas. Y este tránsito es doloroso, porque las ideologías sobre el prójimo, especialmente si es distinto a ti, están grabadas a fuego en tu manera de ser, de hablar, de presentar regalos, de opinar por Twitter, de buscar apoyos en la confianza.

Ya no está el público en la misma disposición temerosa o disminuida para reaccionar como antes se hacía, bajando la cabeza para cuidar la pega, cuando se le pedía que la cuidara; o aceptando de buenas a primeras la palabra de la autoridad, cuando se exigía un acto de fe en su favor; o aceptando como muestras de cariño las palmaditas y sobajeos a las mujeres de la oficina; o esperando risas de aprobación para cada idea vieja, que traiga a tiempo presente el ninguneo y desprecio por el género opuesto.

Lo que pide el senador Patricio Walker es que le creamos de buenas a primeras que alguien le borró los archivos de su computador. Lo que pide el empresario Roberto Fantuzzi es que nos riamos de la muñeca inflable, como nos reímos del indio pícaro, cuando los tiempos no son los de igualar los dos géneros en cómo nos burlamos de ellos, sino en cómo no seguimos violentando al que hemos violentado siempre.

Ninguna de las dos cosas hoy es posible, como sí podía serlo antes. El senador Walker, un tipo serio y que ha contribuido a políticas públicas de peso y necesarias para el país, después de saberse sus lazos con la industria pesquera de su región, se ha puesto en una situación muy difícil para las autoridades enfrentadas a un hecho sospechoso: que la ciudadanía haga un acto de fe en su palabra.

Roberto Fantuzzi, buen empresario metalúrgico y creador de una tradición humorístico-política de regalar tonteras a las autoridades, confundió lo que a su entorno le parecía trivial con cómo hoy la gente percibe gestos asociados a estereotipos sexistas. Y su regalo le explotó en las manos. Digo que no sólo Fantuzzi es responsable de esto, sino también su entorno cercano, porque nadie lo dijo mejor que la publicista @vicmassarelli en Twitter: «Pensó el chiste. Se rió. Lo compartió. Rieron. Compraron la muñeca, subieron al escenario. Volvieron a reír. Sacaron la foto. Seguían riendo.»

El efecto Trump

 

Aparecen frases en candidatos presidenciales de la derecha que sugieren xenofobia, discriminación hacia los inmigrantes, una mirada nacionalista de país amurallado. De inmediato se le oponen, correctamente, voces que informan sobre la evidencia del inmigrante en Chile: aportan económicamente mucho, delinquen menos que los chilenos, contribuyen a ampliar el ombliguismo nacional.

Se usa la evidencia de estadísticas como prueba de lo que se dice no es verdad. Quizás esperando que quienes mintieron reconozcan su error y maticen sus dichos. Desgraciadamente, en la estrategia de quienes hoy se lanzan contra los inmigrantes la evidencia es irrelevante. Lo que importa es el efecto Trump. Y eso hay que explicarlo.

Donald Trump mostró un ángulo inédito por décadas en las campañas políticas presidenciales en EEUU: apelar a la emoción primaria; en particular a lo que se conoce como «primal fear». Ese instinto primigenio, pre-civilización racional y ordenadora, que detecta una amenaza y que impulsa -no a la razón- sino a hacer lo que sea para sobrevivir.

Estados Unidos es el país más violento del planeta. En la estadística violenta que sea ocupa siempre los primeros lugares. Más homicidios que en ninguna parte; más violencia intrafamiliar; mayores tasas de violaciones intrafamiliares; más asesinos en serie que ningún otro país; de los primeros en ejecutar condenados a muerte; la proporción más alta de encarcelamiento del mundo; involucrado, en los últimos 100 años, como ningún otro país en guerras fuera de sus fronteras.

Su historia es elocuente al respecto. En 1789 entró en vigencia su Constitución Política, una de las más estables y respetadas del mundo. Varias constituciones se reflejaron en la de EEUU a la hora de ordenar políticamente sus países. Una muestra de pacto social ejemplar. Casi 80 años más tarde de la irrupción civilizadora de la Constitución de EEUU, el país ya estaba en condiciones de matarse unos a otros por defender varios estados, entre otras cosas, esa inmigración obligada que se llama esclavitud. Y 80 años más adelante, todavía en algunos estados del sur de EEUU los linchamientos de negros eran cotidianos, el Ku Klux Klan era un movimiento en alza, y los asientos en el transporte público de muchos estados estaban divididos entre aquellos para blancos y aquellos de atrás para los negros. Ya estamos en los años 60 del siglo XX, en medio del alzamiento popular en favor de los derechos civiles. Cuando el presidente de turno, para integrar los colegios como lo exigía una nueva ley, debió llevar a los niños negros desde sus barrios a sus nuevos colegios, en buses flanqueados por soldados del ejército y la Guardia Nacional. Como la violencia en EEUU no se da solamente en la base, ese presidente, John Kennedy, poco tiempo después se convirtió en el cuarto primer mandatario de EEUU en ser asesinado durante el ejercicio de su cargo. Récord absoluto para una democracia moderna. Antes que él fueron asesinados Abraham Lincoln, James Garfield y William McKinley. Si se tomaran en cuenta los intentos de asesinato a los demás presidentes, el récord sería aún más apabullante.

La Segunda Enmienda de la Constitución de EEUU permite a sus ciudadanos tener y portar armas de fuego. La naturaleza de asamblea ciudadana que primó en la construcción de EEUU, donde se recelaba del gobernante único y todopoderoso, por lo que los estados se erigieron en un contrapoder serio al ejecutivo, no era suficiente seguro ante la posibilidad de un líder que usara el poder del gobierno contra su gente. Y por eso se ha mantenido la Segunda Enmienda intacta desde su origen. Si todo fallara, si la institucionalidad democráticamente creada no pudiera contener a un gobernante erigido en dictador, entonces ahí estará el pueblo armado para hacerlo. Y la Segunda Enmienda sigue vigente. Y explica la cantidad de armas que aparecen de pronto en las noticias, utilizadas por escolares en colegios, por loquitos en cualquier escenario, en resoluciones de conflictos vecinales cuando los diálogos fallan.

Si el carácter violento de EEUU no se percibe más frecuentemente es porque se equilibra con un territorio inmenso, que diluye la concentración de noticias violentas, y porque los estadounidenses, a pesar de todo lo señalado anteriormente, han logrado crear un orden paralelo al de la violencia individual y colectiva, sobre la base de una historia algo esquizofrénica, donde cohabitan la excelencia y la violencia y, desde hace unos 50 años, por la construcción de un lenguaje civilizatorio, consensualmente aceptado, que reemplazó el lenguaje de la separación y odio que permeaba ese país desde su nacimiento.

El negro, identificado por un color, se volvió «African American», identificado por un origen, reivindicando su condición inicial de esclavo. Igual con el «Native American» por el indígena; el «Latino» por los latinoamericanos; el «Asian American», por el oriental nacido en EEUU. El lenguaje descriptivo, políticamente correcto si se quiere, creó una realidad pública. La conciencia no abusiva de la Carta Fundamental, interpretada en sendos fallos de la Corte Suprema, se trasladó también a otros ámbitos como las relaciones de género, después de peleas titánicas por décadas. A los derechos de hombres y mujeres en su intimidad cotidiana. Más recientemente a las orientaciones sexuales de los estadounidenses, con un lenguaje nuevo, pertinente a las nuevas realidades. Amplificadas cada una de estas luchas y conquistas a través de la cultura del cine y la televisión, que llevó a «the American Way» a fijar un estándar de civilización mundial.

La estructura creada por este nuevo lenguaje de inclusión y tinte neutro se hizo casi sinónima de la American Way. Hasta que la globalización sacó los empleos de Michigan y Wisconsin y los llevó a la mano de obra barata de China. Hasta que, luego de bombardear y complotar en todo el mundo, la sombra del terrorismo aterrizó en territorio estadounidense, con su secuela de inseguridad y miedo. Hasta que pagar la universidad de los hijos pasó de un ahorro clásico, romántico casi, a la razón por la cual los padres no podían jubilar. Hasta que el mensaje en la Estatua de la Libertad, llamando a acoger a los inmigrantes del mundo, cedió paso a un rencor larvado, encubierto por el lenguaje políticamente correcto, que retrotrajo las miradas a tiempos de pánico a las diferencias.

Trump captó mejor que nadie lo que estaba pasando. El andamiaje construido por el lenguaje de lo políticamente correcto servía para disimular el sentimiento real cuando se estaba en público. Pero, en la casa, protegido por la privacidad de la familia o las amistades más cercanas, el Afro American volvía a ser el «fucking nigger». El musulmán estadounidense perdía el respeto religioso de la Constitución y era terrorista en potencia. El Latino, que llevaba cuatro generaciones hablando inglés, atraía peligrosamente a otros como él que buscaban el sueño americano, escapando de la pobreza económica en sus países.

Y Trump habló. Y lo que dijo fue sencillo, aunque sus palabras dijeran otra cosa: es tiempo de «reckoning», dijo, ese momento tan presente en la cultura norteamericana cuando se deben saldar las cuentas, aceptando lo que se es y se siente. Apeló a destruir el muro de lo políticamente correcto y votar como se sentía en la guata. El blanco de estados industriales, sin educación universitaria ni empleo o temiendo perderlo, saltó de su letargo y dijo ¡Upa! El Latino establecido en Florida por décadas, dejó de ver a sus iguales en la isla o Centroamérica como pares y los reconoció como rivales. «Protejan lo que tienen», dijo Trump con otras palabras, «porque todo está en riesgo». Trump vio que tras toda una cultura de democracia, civilización y lenguaje inclusivo, a la hora del miedo, se debe apelar al instinto primario de sobrevivencia. Y ese es siempre egoísta en lo individual y nacionalista en lo colectivo. «Make America Great Again» apelaba al pasado victorioso en dos guerras mundiales y una tercera Guerra Fría, pero también inevitablemente ese pasado traía consigo visiones del orden de esos tiempos, cuando «separados pero iguales» se consideraba una relación igualitaria.

«Vota como sientes, no como piensas», sugirió Trump. Y esa apelación inhibe la evidencia fáctica contraria. No sirven las estadísticas que prueban que la realidad es distinta. En la soledad de la urna electrónica, el llamado es a sentir la voz del «primal fear». Se convoca al miedo que se ha ocultado tras un lenguaje caballeroso, para que salga de su guarida y vote por la seguridad de los similares.

Lo que Ossandón y Piñera han abierto es la estrategia de Trump en un país que se sabe es profundamente hipócrita en público y muy segregador, clasista y asustado del distinto en lo privado. Como Trump, apelan al sentimiento instintivo, que trasciende una clase social. No sirven las evidencias estadísticas, porque la interpelación no es a la razón, sino al miedo. No buscan dirigirse a su clase con la advertencia sobre los inmigrantes, porque esos votos se consiguen con propuestas económicas de menos impuestos, expectativas de mejores negocios, complicidades valóricas con la religión dominante y la garantía de la continua segregación de colegios, salud y barrios según ingreso familiar.

No, al igual que Trump, la advertencia sobre los inmigrantes apela a quienes se perciben potencialmente amenazados por ellos: trabajadores fabriles, campesinos, servicio doméstico, la clase media, gente que camina en la calle y los ve, observa los cambios de tonalidades en la piel, la multiplicación de los acentos y duda si eso puede amenazar lo poco que tiene.

Apelar al miedo es un clásico de campañas. El triunfo de Trump no necesariamente es replicable. Pero su método, cuando los escrúpulos no forman parte del ADN de los candidatos, merece la pena intentarse.

El llamado de Trump a suspender el pensamiento racional y votar con la guata aterrizó en Chile. Su primer capítulo es la fabricación de miedo contra los inmigrantes. No tengo dudas de que en los medios de comunicación afines a esas estrategias se destacarán profusamente los delitos realizados por inmigrantes, creándose la estadística de lo que se ve en la televisión, se lee en columnas o se escucha en la radio como sustituta de aquella con datos objetivos.

Trump no ha visitado Chile todavía. Pero ya está dejando huella.

La Oportunidad

 

Futuro

 

Acusar es fácil. Probar la acusación es muy difícil. Por cierto, no cuesta nada unir ambas cosas cuando te pillan in fraganti. Pero esas ocasiones son bastante efímeras y, casi siempre, tienen que ver con delitos de pasada: robos en lugar habitado, hurtos a la carrera, una imprudencia automovilística captada en cámaras callejeras, un asalto relámpago a un servicentro registrado en las cámaras de seguridad del establecimiento. A este conjunto de posibilidades de ser pillado en el acto, haciendo más fácil la prueba del delito, se ha sumado desde hace algún tiempo el registro espontáneo de eventos inesperados, llevado a cabo por decenas de testigos casuales, que levantaron sus celulares y grabaron lo que ocurría. El Bautizazo del Mago Valdivia; el diálogo de un maltrecho Arturo Vidal y un policía probo, luego de estrellar el primero su Ferrari; las imágenes de centenares de barras bravas peleando en un estadio como si estuvieran en el patio de una cárcel, por nombrar tres de corte futbolístico, tuvieron en un video en vivo o a tiempo las pruebas necesarias para desmentir las adulteradas primeras versiones de sus protagonistas.
Levantar un celular y grabar un suceso en un escenario público es hoy algo frecuente y extendido a toda la población. Y esto sólo tiende a aumentar. Es cosa de preguntarle a los editores de noticiarios de televisión, qué porcentaje de las noticias duras que emiten a diario proviene hoy de “reporteros ciudadanos”, “cazanoticias” y toda una nueva nomenclatura, para identificar al testigo espontáneo con capacidad para registrar y difundir lo que vio.
Todos los sucesos descritos anteriormente y muchos más del mismo tenor tienen una característica fundamental, que en periodismo se llama “oportunidad de imagen”. Son cosas que se pueden registrar porque pasan mayoritariamente en el ámbito del espacio público. Si pasan en un recinto privado y éste tiene cámaras activas, ellas generan la oportunidad de imagen que se necesita para captar la situación. Desde un punto de vista de la transparencia de los actos en sociedad, no cabe duda que hoy tenemos la posibilidad de ver y saber más cosas sobre hechos súbitos de alto impacto.
En todos los eventos descritos hasta ahora abundan las personas comunes y corrientes: desde el delincuente que asalta, el automovilista que embiste, incluso el famoso captado en falta transita por donde muchos lo pueden hacer, ver y registrar. Pero este es un país desigual incluso para cometer delitos: los delincuentes comunes pobres deben llevar adelante sus crímenes saliendo al despoblado, abandonando la capacha protectora donde se planea el robo, debiendo materializarlo personalmente donde abundan cámaras en las calles, las casas y las empresas. El delincuente común adinerado funciona a distancia. No entra por la ventana de sus víctimas y los asalta. No, usa el sistema en su favor, haciendo pasar un precio coludido como parte de la normal transacción de bienes y servicios, según las leyes del mercado. En este caso la víctima no se da cuenta que ha sido asaltado. La práctica de pasar por caja es una de las más establecidas de la economía moderna. Con el carrito lleno o con pocas cosas, uno hace una cola en un supermercado o multitienda, llega a un cajero, quien le escanea digitalmente el precio del producto y le informa del total a pagar. Cuando entre esos productos hay algunos que tienen precios convenidos para callado y contra la ley, nadie que está comprando lo sabe. El cajero –que no tiene nada que ver en la colusión- no anda enmascarado ni apunta un revolver a la cabeza del cliente, exigiendo un pago. Lo que registran las cámaras del establecimiento es la típica escena cotidiana de un día de compras en el supermercado, tal cual como se ve en cualquier país del mundo con el mismo sistema. A uno le suman el total y uno paga. Fin del drama.
El delincuente común a distancia, alejado personalmente del lugar del crimen, mimetizado en prácticas de texto universitario, no sólo no puede ser grabado cuando comete el delito, sino –a diferencia del hacker cibernético- no deja huella de su participación en todo el proceso. Los precios se cocinan lejos de sus casas. La entrega de plata para campañas, a cambio de cariño en el congreso, también. Las piadosas conspiraciones para ocultar aberraciones en la Iglesia no se plantean en la prédica del Domingo. La corrupción del fútbol y sus detalles no se gritan en el estadio, a toda boca, como si fuera un gol. La manipulación de privilegios militares para que un grupito de uniformados se forre con la plata de todos los chilenos, no se muestra en los spots llamando al servicio militar voluntario. Todo ello ocurre a la distancia: en ámbitos privados, sin cámaras, usando a veces esbirros bien pagados, que saben que deben cargarse con todo si acaso son pillados. Rodeados de una cohorte de contadores, abogados, medios de comunicación que editorializan en su misma frecuencia. Lo que hace extremadamente difícil que se prueben las acusaciones en su contra. Lo que sabe el delincuente común a distancia, por lo que tiene la desfachatez de usar un lenguaje lleno de exigencias de excelencia, moralidad y ética a todos los demás, amparado en la confianza que le da saberse tan distante del lugar del crimen.
Pero, como dice la canción de Silvio Rodríguez, “la noche es traviesa cuando se teje el azar”. Y de tanto en tanto, muy ocasionalmente, la democracia hace su pega de protegerse de todo tipo de delincuente. A veces calza un funcionario honesto con una revelación inesperada. E inicia una investigación donde saltó una fuente motivada, no por la justicia, sino por su interés, y se dispuso a echar abajo el andamio de corrupción empresarial-política del caso Penta, tal como otra fuente-por las mismas motivaciones egoístas- derribó el negociado bajo cuerdas del caso Caval. Se suma, en el mismo espacio temporal y a raíz de lo anterior, la aparición de testimonios de personas que enfrentadas a la cárcel o a decir la verdad, entregan más información comprometedora, ofrecen sus emails y cuentas bancarias, estableciéndose de a poco un “corre el anillo”, que se abre a SQM, a las boletas ideológicamente falsas, a los emails y cartas conspirativas llenas de invocaciones a Dios y a la Virgen y, sobre todo, a las primeras mentiras que después cuesta un mundo retirarlas, porque en pocos días se ven prístinamente como mentiras. De pronto, el país disimulado por décadas entre frases altisonantes y prestigios truchos heredados de bisabuelos, siente como una bolita de nieve se convierte en avalancha. Y el delincuente común a distancia, por el peso de las pruebas que jamás pensó que estarían a la luz pública, se iguala al delincuente común más pobre en que su crimen está ahora ante la vista de todos. Donde la acusación y la prueba bailan coordinadamente un tango mortal. Donde los pares se presentan como impares y buscan distanciarse del poderoso caído. Donde los protagonistas, acicateados por sus asesores comunicacionales, claman que nada supieron, que no estaban, que fueron los otros y miran alrededor y ven que no les creen, que el amigo cruza la vereda para no contaminarse, que al club se deja de ir porque hay miradas que no habían y susurros que duelen.
En las contadas ocasiones en que es posible ver en el país, tanto al delincuente común como al delincuente común a distancia, desnudos en su esencia y debilidad, incapaces de cocinar salidas impresentables, calculando el mal menor y “cómo voy en la pará”; cuando eso ocurre, el escenario que se abre no es de agonía sino de oportunidad.
Lo que estamos viendo es el Chile real, arriba y abajo, donde la acusación calza con la prueba. Sin Penta, Caval, SQM, los dos arzobispos invocando a María mientras pisotean a la “serpiente”, Jadue y su ANFP de “topón pa’dentro”, las colusiones en artículos de primera necesidad, desde los remedios, pollos y hasta el papel de wáter, los grupos de militares que se adueñan de porcentajes de la ley reservada del cobre, sin todos ellos sería extremadamente difícil convencer a tanto estadista nacional dando vueltas de que es necesario corregir de fondo aspectos muy intocables de la convivencia nacional. Como reforzar la confianza pública, haciendo que quien atente contra ella sienta el peso del país como si se tratara de una traición a la patria. Porque lo es. Un país que siente desconfianza de sus instituciones, de sus líderes y su sistema económico y político es una incitación a la ley del más fuerte, del “ráscate con tus propias uñas”, del “todo el mundo es tu enemigo”, de una espiral de represalias que deriva en un ojo por ojo permanente, cuyo destino final, como lo dijera Ghandi, es que todos terminamos absolutamente ciegos. Divididos, diezmados, cobijados en nada más que el miedo, no por obra de algún país que nos llevó a La Haya, sino por nuestro propio fallo para aprovechar esta oportunidad de rehacer la confianza pública, por la vía de defenderla de toda la visibilidad de su múltiples amenazas. Con una identidad nacional, que refleje en su Constitución lo que valoramos y queremos sea el sello de lo propio. Con un sistema económico que no ponga al más nefasto de todos los ideologismos –la idea de que la suma de egoísmos da como resultado una sociedad virtuosa- como eje central de la actividad productiva. Con un modelo político que el país conozca desde la escuela, donde el representante responda a la confianza que le entregó el representado y donde este último se sienta comprometido con lo que votó y se mantenga atento e informado de lo que hace su mandatado.
Es cierto que entre tanta colusión, negocio de pasada, manotazo del fútbol, sotana mentirosa, y el volumen diario en televisión de cuanto asalto, rateo y portonazo haya, es bien fácil caer en la idea que esta visibilidad de lo peor de nosotros no tiene remedio. Tiene remedio y se inicia con exigirle al Estado lo que el Estado debe hacer cuando se ve amenazado. Usar su poder. Cómo puede alguien plantear que las boletas ideológicamente falsas no son delito de corrupción del sistema. ¿Qué se debe hacer entonces con los centenares de presos por exactamente eso? Sólo que lo hicieron no registrando sus ventas callejeras, minúsculas a veces, pero que el Estado hasta ayer entendió era un delito que se pagaba con cárcel. Ahora porque aparecen las corbatas y las chequeras, y lo que se vende es poder político a cambio de una boleta por servicios jamás prestados, resulta que el proceso no le lleva corrupción y las boletas son sólo un papel timbrado.
El Estado se defiende amenazando al delincuente con la única amenaza que es legal: la amenaza de la ley. Para que se responda a ella, tiene que usarse cuando la ley es violentada. Aunque se trate de los amigos, los parientes, los compañeros de partido. Por cierto, no todo acto irregular termina en cárcel. Hay, sin duda, como en todo el Código Penal, gradaciones de faltas y crímenes. Pero lo que no puede haber es un manto expiatorio general a personas que violaron la confianza pública, invocando una tinterillada que no se ha aplicado nunca a los delincuentes de poca estirpe social y que hacen lo mismo.
Hay muy pocas ocasiones en que es tan evidente la necesidad de cambiar las cosas profundamente. Donde lo invisible se hace visible. No cuesta nada encontrar esta situación después de las guerras y las catástrofes naturales, donde la reconstrucción se aprovecha para cambiar planos reguladores, normas sísmicas de edificios, diseño de barrios y la gente está más abierta a recibir en su casa a alguien que no conoce y que perdió todo.
En el ámbito de la convivencia social la verdad a veces se enmascara con argumentos hipócritas y falaces que uno siente que no calzan con lo que se vive, pero no se sabe cómo demostrarlo. Hasta que llega un día en que se produce la catarata: Penta, SQM, Caval, Iglesia, Fútbol, Políticos, Empresarios, que de pronto pasan a ser tan evidentes en su raterío como el lanzazo de la gargantilla, el portonazo, el flaite usando la hebilla del cinturón como arma en medio de una cancha de fútbol. Se cumple así el deseo de Sabina para un futuro más sano, en su canción Noche de Boda: “que las mentiras parezcan mentiras”. Cuando eso ocurre, cuando los delincuentes comunes pobres y los delincuentes comunes a distancia se revelan como iguales en los actos de abusar del prójimo, el país ha encontrado la oportunidad de corregir lo malhecho y lo malandado.
Que no se diga “no me di cuenta”, “no supe nada”, porque aquí las cosas se abrieron para que todos las vieran. Y usted sacara sus conclusiones, las que sean. Y dejara actuar a ese magistral poder del ciudadano, su confianza, depositándola detrás de lo que cree, después que todo se sepa y todo se falle.
Si falla el Estado y aquí van a haber arreglines, nombramientos a cambio de suavidad judicial, argumentos retorcidos que hacen que pasarle plata a un político bajo cuerda no sea corromperlo, pues entonces que se siga notando esa podredumbre, como hasta ahora. Que no se vuelva a cerrar la escena de todos los delincuentes mostrándose como tales. Nos sirve que haya igualdad, incluso en la evidencia en la comisión de delitos.
Esto no se buscó, llegó porque una fuente despechada tiró del hilito que sostenía la estantería de la corrupción más oculta. Abrámosle las puertas a la nueva evidencia, juntemos a justos con justos y a pecadores con pecadores. Que el primer deseo de todo gobierno, de aquí hasta que sea imposible superarlo, sea señalar al partir: “dejo un país más decente y honesto que el que recibí”. Sólo después de declarar aquello, que reciten las cifras de casas construidas, escuelas y hospitales levantados, kilómetros de carretera e ingresos per cápita.
Ellos vendrán por añadidura.

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Hoy, hace 27 años

Esta es una versión, mínimamente actualizada, de una columna publicada hace dos años. Traté de pensar en algo distinto para este 5 de octubre, pero todos los caminos me llevaron de vuelta a esta misma columna.

Cómo explicarle a un hijo, a un joven secundario o universitario de hoy, a una muchacha que va a ejercer por primera vez el próximo año su derecho a voto, lo que significó para el país un día 5 de octubre, hace 27 años. Cómo describir el impacto de una victoria que parecía imposible.

triunfo del no

 

El 5 de octubre de 1988 fue un NO a un montón de cosas. Sin duda a lo manifiesto: la extensión de Pinochet en el gobierno y todo lo que su símbolo había significado en materia de represión e imposición de una voluntad por la fuerza. Pero también se dijo NO a otras cosas. Se combatió con ardor y bravura el empecinamiento para convencernos, desde la economía y su garrote, que no éramos más que la suma de egoísmos individuales. Que hay que rascarse siempre con las propias uñas y dejar de pensar en colectivo. Nos dijeron que se habían terminado las ideologías, que no había espacio para los sueños globales, que las cosas se definían ahora sólo por la productividad, por la ausencia de conflictos, por pensar en el aquí y el ahora, en lo que tienes o quieres tener. Fue también un NO contra la sospecha permanente, la presunción de culpabilidad sin necesidad de mayores pruebas. Contra el «algo habrán hecho» y las mentiras a sabiendas, que no por estar impresas dejaban de ser mentiras.

También el NO, ese día del NO, especialmente después de conocido el resultado, fue un momento de desahogo, de risas, de lágrimas, de ganas de salir a la calle y salir no más, sabiendo que sería en paz.
A diferencia del Sí, el NO no tenía un cronograma rígido de cómo seguían las cosas: no se sabía qué cambiaba y qué no, quien gobernaría y cómo. El NO era un ejercicio de incertidumbre, un lienzo en blanco ante pinceles nerviosos, una pregunta que había que hacer, pero que entonces no tenía respuesta, una expresión de coraje de millones que mantuvieron a buen recaudo la utopía, aunque supieran que no había garantías, que las promesas podrían demorarse o frustrarse. Y aún así, eligieron tomar un camino lleno de dudas. Porque las certezas de 17 años de dictadura les habían quitado valor a sus vidas.

El NO fue una explosión de entusiasmo, como sólo lo reflejan los niños al recibir un regalo el día de su cumpleaños.
Nos dijeron que se progresaba mirándose el ombligo y ese día levantamos la mirada. Y descubrimos que el riesgo de construir entre todos aquello que es propio, es muy superior a la maniatada tranquilidad de quienes se domestican por miedo o conveniencia.

El NO fue un flashazo de luz que mostró una puerta de escape. Una frutilla exquisita que se muestra, sobreviviente, en medio de un campo muerto. Una invitación a creer, a volver a creer que un país se construye con todos.

Es posible que en las múltiples elecciones que se han sucedido después, gracias a esa victoria del NO, muchos ciudadanos se arrepintieron -me incluyo- de votar por quienes votaron. Porque sintieron que sus promesas no fueron cumplidas, o porque vieron mentiras cuando se esperaba transparencia, o porque se acomodaron a la tentación del dinero fácil para permanecer en el poder. Probablemente varios de nosotros no volveríamos a votar de nuevo por aquellos que votamos. Conozco a muchos que piensan así. Pero no conozco a nadie, a ninguno, que esté arrepentido de haber votado que NO. Más aún, conozco demasiados que, puestos en la misma disyuntiva del plebiscito de 1988, cambiarían felices su voto Sí, para apoyar el NO.

Hoy es 5 de octubre y han pasado 27 años.
Conmemoramos el día en que ganamos todos, hasta los que perdieron.
Si estuvo ahí, recuérdelo con orgullo.
Se lo merece.

La ideología del pavo

¿Cómo entender un mundo que no responde a las claves de siempre?
Era tan sencillo cuando una empresa se instalaba en cualquier lugar y decía: “vengo a traer decenas de empleos”. Nadie preguntaba sobre si la producción afectaría el medio ambiente, o hacía preguntas complejas como: ¿empleos de qué calidad? Instalarse y anunciar empleos era la base del progreso, respaldado por políticos locales y a nivel nacional.

Nicholas Taleb, autor del célebre libro El Cisne Negro, mencionaba que el pavo de navidad era incapaz de prever que esa persona, que por varias semanas aparecía cada día para alimentarlo, un día cambiaría su conducta y le cortaría el cuello sin miramientos. Imaginar el futuro de acuerdo a cómo ha sido el comportamiento en el pasado es la ideología del pavo.

Cuando la evidencia de un nuevo fenómeno social se nota fácilmente, es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Nos hemos pasado casi dos décadas discutiendo sobre si el Calentamiento Global es de verdad o es un ciclo más de tantos en la naturaleza. Ahora, que casi no quedan científicos que duden de que el Calentamiento Global es serio y ha sido provocado por nuestra acción productiva, la discusión es otra: ¿hay tiempo para hacer algo al respecto o la inercia de la explotación indiscriminada de recursos naturales está al mando de lo que pase a futuro?

En materia de comunicación política y económica pasa algo parecido. Por décadas se ha seguido el modelo que hace equivalente la creación de empleos con desarrollo. Particularmente desde que una disciplina, la economía, tomó el control de los gobiernos y de la política. Personas que resultaron más asertivas cuando oficiaban como historiadores -explicando porqué una sociedad se empobreció- se ungieron como profetas del futuro, si se seguían determinadas normas económicas que ellos postulaban, estableciendo como principal método de verificación una de las estadísticas más engañosas que se hayan inventado: el Producto Interno Bruto. La suma de toda la producción y todos los servicios del país, llevada a valor de dólares. Si una empresa forestal arrasaba, de cuajo, miles de hectáreas de bosques nativos, privando a ese país y al mundo de oxígeno y de un ecosistema renovable, aquello se contaba en el activo del país como dólares por madera exportable. El PIB subía, y eso era bueno.

Por el contrario, si alguien lograba convencer a las autoridades para hacer una campaña masiva de ahorro de electricidad, prendiendo sólo las ampolletas que fueran necesarias y apagando todo el resto, la baja en el consumo de electricidad consiguiente se registraba como una baja del PIB y, por tanto, como señal de menor desarrollo. A pesar de que el consumo responsable es exactamente todo lo contrario. Lo mismo en materia de seguridad pública. Si por miedo a un asalto, miles de familias afluentes decidían contratar un guardia privado para sus casas, el PIB subiría notablemente en la variable seguridad pública, a pesar de que difícilmente se puede asociar mayor desarrollo al hecho de estar permanentemente bajo el temor de ser asaltado.

Los índices cuantitativos de desarrollo, como el PIB, fueron creados por economistas que, para ponerlo en ingenuo, nunca avisoraron los estragos que se producirían con la creciente explotación de todo tipo de recursos, incluido el trabajo humano. O si lo previeron, nunca imaginaron un cambio tecnológico y comunicacional mundial tan brutal y rápido como el que ha tenido lugar en los últimos diez años.

Hace no mucho tiempo, la verdad oficial de una empresa era ley para todos sus empleados. El Gerente General o Presidente del Directorio, enfrentado a un problema que había hallado espacio en la opinión pública, señalaba la versión de la empresa y ésta era repetida a machete por todos los empleados. No había disidencias. Y los que preferían no hablar, cumplían con el dicho de que el silencio es el lenguaje del statu quo, sumándose de hecho a la versión oficial de la empresa.

Pero de pronto surge una tecnología que hace posible la liberación del rebaño, si no se quiere ser parte de él. Y con mínimos costos para el que elija disentir con lo oficial. No sólo las redes sociales e Internet establecen la posibilidad de comunicarse horizontalmente con personas que padecen lo mismo que nosotros, en una amplitud masiva inimaginable antes, sino, además, permite que se pueda desmentir la versión oficial, con evidencia transmisible con un click, y con plena seguridad para el que transmite. En un símil con la ficción geopolítica clásica y la actual, los espías del siglo XX eran personajes mitológicos, como James Bond, que trabajaban al servicio de su Reina o Jefe de Estado. Los “espías” del siglo XXI se llaman Edward Snowden y Chelsea Manning, personas sin alto rango, gente común y corriente con acceso a datos, que revelan verdades pensando en servir a la sociedad.

En esa transición estamos, una nueva transición. Desde la realidad analógica, secuencial, jerárquica, de hace poco tiempo, a la que se vislumbra más cooperativa, genuinamente individual y solidaria de ahora. Digo genuinamente individual, en lo que puede parecer un contrasentido con lo cooperativo y solidario, porque lo que se ve es que las personas son capaces de asumir la posición que realmente tienen, a raíz de observar el marco más amplio de discusión al respecto. Su apoyo puede no venir de su empresa, sino de miles de otras personas con otras labores, pero que visibilizan y reproducen el derecho de él o ella a expresarse. Y su empresa, sensible como son las empresas a su imagen pública, como jamás antes, siente esa presión multitudinaria. Y no puede hacer lo que algunos directivos quisieran, echarla o silenciarla, debiendo enfrentar el problema real.

Aquí está el conflicto hoy. Hay voces del statu quo que claman que lo que estamos viendo es sólo un ciclo. Un evento, como ha habido tantos en la historia, que después de su fulgor, vuelve al ruedo y a la rutina. Yo creo que están equivocados. Lo que estamos viendo es, como lo señaló Erich Fromm para definir la esperanza, una visión del futuro en su periodo de gestación. No importa cuáles sean los avatares políticos contingentes que delatan las encuestas de turno, la gente no está dispuesta a volver a la época de los abusos en silencio, de la sobreexplotación sin disidencia interna, de la tradicional forma de financiar la política, donde el dinero mandaba viniera de donde viniese, del desequilibrio brutal en materia de delincuencia si acaso se era de una u otra condición social, de la trampa como resorte del éxito, del discurso de la educación como mejor nivelador de ingreso, pero con una realidad que hace a la familia del alumno prisionera del crédito bancario que lo financia. Y que sólo puede aspirar a separarse de otros alumnos indeseables, por la vía de aportar una cantidad de dinero extra para estar en colegios de mala calidad de educación, pero lleno de estudiantes parecidos.

La próxima elección presidencial será inédita en un sentido que tiene que ver con el contenido del discurso político. Nadie postulará mantener el statu quo. Todos postularan al cambio, incluso la Derecha. Esta última podrá promocionar mayores y graduales aumentos de porcentaje de colegios con gratuidad, igual gradualidad en avances de leyes laborales, mayores fiscalizaciones para empresas que afectan el medio ambiente y más regulación para atentados a las leyes del mercado, como la colusión y el monopolio, todo dentro de su esquema de avanzar en la medida de lo posible (sí, ese es un esquema del statu quo, conservador, donde lo posible es lo que las capas dominantes están dispuestas a ceder a cambio de otros favores). Y la Izquierda hará sus consabidas demandas de derechos sociales ampliables, buscando que otras caras puedan tomar la posta que no se pudo hacer en este gobierno.

Todavía hoy la Calle es motivo tanto de escarnio como de esperanza. Un opinólogo amigo puede tirarse en contra de las redes sociales, porque vive enjaulado en un mundo que ya no existe más que en sus deseos y sus libros de historia. La Calle no es un fenómeno físico. Y eso cuesta dimensionarlo. Por cada persona que marcha en una manifestación, dependiendo de la importancia de ella, hay decenas, centenares, miles de otras que no marchan pero que hacen de las redes sociales una calle virtual y, si deciden mañana ir a votar, lo harán en el sentido de quienes marcharon. Buscar minimizar esa influencia, que crece en cultores cada día, es suicida o una incapacidad de avisorar un cambio en el escenario que siempre se vio.

Las encuestas han registrado una considerable merma en la aprobación de gobierno y en la figura de la Presidenta. OK, ¿adónde se traslada aquello que hasta hace pocos meses daba una enorme popularidad a la Presidenta y su gobierno? ¿Se esfumó? ¿Se trasladó a la Oposición? No, y en esto todas las encuestas coinciden. Ningún grupo capitaliza la caída del Gobierno. La Derecha puede halagar hasta el hartazgo a la DC para que vote en contra del proyecto de aborto terapéutico de tres causales, y eso no hace ni a la DC más popular, ni a la Derecha menos Derecha. Pueden hacerse todo tipo de acuerdos en materia legislativa y, todos los parlamentarios lo saben, su posibilidad de reelección no tiene que ver con lo que acuerden sino con qué tanto se acercan a lo que su calle virtual -nacional, regional o comunal- les pide.
El caso más emblemático se dio hace poco con la presencia de Carmen Gloria Quintana en Chile y la reapertura del Caso Quemados. Sí, los derechos humanos también son Calle, mucha más Calle que elite política todos estos años. Los eternos postulantes de que debe darse fin al pasado reciente, para concentrarse en los problemas de ahora, se encontraron a boca de jarro con un hecho indiscutible: el pasado no resuelto o impune es considerado presente para la gran mayoría. Incluyendo dirigentes de partidos de Derecha, cuyas frases a favor de degradar a los militares violadores de DDHH han encontrado una tibia oposición, principalmente en militantes ex militares. Hace 10 años, como se puede verificar en cualquier archivo periodístico, era inconcebible que un presidente de la UDI planteara una idea como esa. No es sólo que cambió de opinión, lo que creo es que también cambió de idea. No creo que Hernán Larraín hoy acepte situaciones idénticas a las que aceptó y endosó en el pasado, justamente porque el valor del pasado es hacer pedagogía sobre la naturaleza de los eventos políticos, a fin de que sus enseñanzas sirvan en el futuro. Y nosotros hoy somos el futuro de ese aprendizaje del pasado dictatorial. Y cada vez son menos los que proclaman con desparpajo que para hacer una tortilla hay que romper huevos y que “algo estarían haciendo los desaparecidos para que se necesitara hacerlos desaparecer”.

Cuando los tiempos cualitativamente cambian quedan retazos del tiempo anterior, que pueden por un buen rato continuar dominando las formalidades del país. El general Contreras es un retazo de un tiempo anterior, a quien civiles refundadores del país utilizaron a destajo, hasta que dejó de servirles en democracia y, simplemente, como se hace con una reducción de personal por razones de la empresa, se le dejó caer en la ignominia y solo, con otros militares, tan presos como él.

Los acuerdos de la época de la Concertación, los del primer Gabinete que decidió romper la promesa de Aylwin de revisar las privatizaciones, los de Frei y sus propias privatizaciones sanitarias, los de Lagos y una nueva Constitución que mejoraba aspectos de la de Pinochet, pero no cambiaba su carácter autoritario y centralista, los de Bachelet y su mesa de diálogo para desarmar la primera calle de los secundarios, todos esos acuerdos, pudiendo continuar haciéndose, tienen hoy -lo saben todos- una obligación de consenso mucho mayor que el que proveían los partidos de la coalición gobernante hace pocos años. Necesitan la Calle y lo que representa. Habiendo voto voluntario y estando el gobierno en baja aprobación, el riesgo es que la legitimidad de quienes sean elegidos sea peor que el candidato que tradicionalmente era arrastrado por su compañero de lista bajo el antiguo sistema binominal. Si la Calle que hoy se insulta decide no ir a votar, quienes salgan elegidos pueden enfrentar una crisis de legitimidad, que en un país crispado y con problemas de fondo sin resolver, puede ser caldo para varios intentos de desconocer la autoridad del gobierno. Sea el que sea.

Quiero repetir el mensaje de esta columna: estamos en Transición hacia un cambio de contrato social ineludible. Del antiguo que sostenía que ese contrato se definía por la relación del dinero y el individuo, se está transitando hacia un nuevo acuerdo nacional que deberá contemplar derechos y deberes que nunca antes se habían establecido para gobernantes y gobernados. Y esto se hará en el sentido del gigantesco cambio tecnológico y comunicacional del siglo XXI y no contra ello. Probablemente viviremos varios episodios de ensayo y error. Todo el mundo lo está haciendo por las mismas razones.

Como me dijo un buen amigo respecto de la innovación -que se basaba en la adopción temprana de ella y no en el genio creativo de sopetón- lo mismo creo de quienes serán los navegantes y a quienes se llevará la ola del cambio inevitable: los que entiendan lo que sucede y adopten medidas temprano estarán en mejor pie que quienes descubran que, por pavos, se pasaron la luz roja y despiertan de pronto en medio del cruce de carreteras, a merced de otros que ya no pueden detener. Lo importante, creo yo, es que esta adopción temprana es válida para todo tipo de sensibilidades políticas. No es monopolio de la izquierda que quiere cambiar el statu quo hacia su pensamiento. La Derecha, si entiende lo que pasa, como lo han hecho algunas figuras individualmente, tiene tanta opción como sus detractores para postular visiones de futuro bajo un nuevo contrato social.

Los que definitivamente, a mi juicio, no tienen nada que hacer, más que provocar ruido, son los que apuestan, como se da en el precio del cobre, por el fin de un ciclo de baja y un pronto retorno al «business as usual». Puede darse en la explotación de un recurso natural, hasta ahora irremplazable, pero en la convivencia humana hay momentos en que la campana suena y cambia la historia sin que hubiera muchos agoreros de lo que venía.

No es Chile el que está en esa encrucijada. Es el mundo el que lo está. Y de tanto mirarnos el ombligo, como si fuéramos el pueblo elegido y lo único que vale en el planeta, estamos descubriendo a la fuerza que la gente es la que está adquiriendo mayor aprobación y que es la elite económica, religiosa y política la que la está perdiendo.

No imagino cómo puede darse el paso, en el mundo hiperconectado de hoy, para que los últimos se mantengan, sin asumir las prioridades de los primeros.

El Síndrome de Estocolmo

Ya es evidente. Cada día las noticias aumentan el caudal de datos al respecto.
Desde el retorno a la democracia, en 1990, al igual que un virus troyano en una red de computación, el nuevo sistema político chileno fue contaminado de pé a pá por una alianza poderosa entre el dinero derivado de la Dictadura y la nueva estructura de la política chilena.

Lo que hoy vemos en Casos Penta y SQM. Los maridajes extraños entre personas presumiblemente progresistas y conservadores, en el caso Caval. La continuidad de las mentiras a la hora de las primeras declaraciones de tantos imputados, no importa de qué sector político provengan. Todo ello nos habla de un modelo especial, no casuístico, sino estable y contínuo. Donde la ideología del beneficiado con los dineros de campaña provistos por SQM, Penta y varias otras que están por salir, no marcaba diferencia alguna. Si el recipiente era UDI, RN, PPD, DC o PS, en esta materia, no había distinción perceptible: la mano que se estiraba y recibía era idéntica. La pregunta que cae de cajón es simple: ¿este es un cambio de conducta solamente o también es un cambio de ideas?

¿Se puede acudir a pedir plata permanentemente a una fuente que se considera históricamente espuria, parte de una Dictadura, y cuya fortuna se estima fue un saqueo al país, sin que al recibir el dinero se sacrifique en el acto la opinión que se tiene de esas empresas y de esos empresarios? Lo que hoy sabemos es que lo que debió partir de a poco, la pedida a los discípulos de Pinochet, prontamente se masificó hasta alcanzar ribetes que hicieron indistinguible la condición ideológica del receptor. Si la Derecha pedía plata a su sector, como parecía lógico, la centroizquierda y el progresismo pedían al mismo grupo y no parecía importarles acudir a corral ajeno.

Un amigo me dio el símil para la situación: “lo que pasa, me dijo, es que aquí ocurrió el Síndrome de Estocolmo”, refiriéndose a esa curiosa situación que se da cuando el secuestrado termina enamorándose o haciéndose cómplice de su secuestrador. De tanto acudir a las fuentes financieras derivadas de la Dictadura para poder competir y ganar, se generó un vínculo de amistad en algunos casos, de relación estable en otros, de normalidad en la mayoría, respecto del proceso de pedir y ser saciado por tanto tiempo.

Desde un punto de vista práctico, a quienes dieron dinero la cosa tuvo puros beneficios: ganaron los candidatos que ahora debían favores -si eran ideológicamente adversarios- y también ganaron los candidatos que eran afines, y que estarían más que dispuestos a pagar por los favores concedidos.

Sin embargo, entre los candidatos de centroizquierda o de ideas progresistas que ganaron una elección y volvieron a ganar en la siguiente, gracias a los aportes de los empresarios derivados de las privatizaciones en Dictadura, se tuvo que plantear naturalmente lo que en psicología social se conoce como una Disonancia Cognoscitiva. Esto es, la presencia simultánea de dos conductas contradictorias. La que llevaba a postularse bajo un programa de reformas estructurales y de cambio del modelo, pero que, simultáneamente, debía su triunfo al financiamiento por parte de empresarios ligados desde la cuna a la mantención del modelo y la negación de la necesidad de reformas estructurales. ¿Cómo se resuelve esa inconsecuencia?

El estadounidense León Festinger, creador de la teoría de la disonancia cognoscitiva, planteaba que hay dos maneras clásicas de resolver el problema: O abandonas una de las dos conductas contradictorias (dejas de fumar si consideras que el tabaco provoca daño, por ejemplo), o cambias tus valoraciones previas respecto de ellas, para hacerlas congruentes con lo que estás haciendo. O sea, le quitas al financiamiento de tu campaña desde la vereda opuesta la seriedad y gravedad que alguna vez consideraste que tenía. El secuestrado empieza a mirar a su secuestrador como necesario para la democracia, como igualador de oportunidades, por lo que recibir plata de él -especialmente si muchos lo hacen- deja de ser estimado como impropio, pecaminoso, inaceptable.

Revisar las privatizaciones que se hicieron en Dictadura fue una de las promesas de campaña del gobierno de Patricio Aylwin. En la lógica del ex presidente, de hacer las cosas en la medida de lo posible, en el primer consejo de gabinete de Aylwin se deshechó revisar las privatizaciones. Y ellas quedaron, así, a firme, legitimadas y legalizadas oficialmente. Listas para entrar en el sistema, reclutando adeptos a punta de apostar que la disonancia cognoscitiva que se vendría, al ofrecer dinero a quienes hasta hacía muy poco los basureaban, se cargaría a favor del cambio de actitud del candidato respecto del oferente, antes que al rechazo de la oferta, para hacer coincidir las ideas con la práctica.

La apuesta de esas empresas y esos empresarios fue audaz. Tuvieron que conquistar, primero, a los intermediarios idóneos que los representaran -abogados, lobbistas, comunicadores- antes de ir por el premio mayor: transformarse en la variable dependiente de la ecuación electoral. Probablemente, al comienzo, ofrecieron poco a sus adversarios. Una de las gracias de la disonancia cognoscitiva es que para cambiar la actitud se debe ofrecer, al principio, algo que se pueda rechazar. Si ofrezco mucho, la mente puede justificar la recepción del dinero bajo la lógica de “cualquiera que hubiera recibido una oferta así de grande la habría tomado. Me paso de gil si no lo hago”. Pero si la oferta es razonablemente pequeña y el candidato la necesita, su justificación al recibirla no es la cantidad de dinero, sino un cambio de actitud ante el proceso: “la plata no me obliga, así se empareja la cancha, estos tipos no son tan malos, todos lo hacen”.

Después de las primeras elecciones con dineros comedidos, se instala el modelo, con intermediarios que ahora sirven llanamente al cliente empresarial. Se viraliza la conducta de pedir y recibir y, con ello, se justifica el acto -entre los partícipes del cambio- en una necesidad democrática de tener presencia progresista en el gobierno, el Congreso y las alcaldías.

El único gesto que delata algo de vergüenza, lo da el hecho de que nadie reconoce públicamente que recibe dineros de esas empresas y de esos empresarios. Y que cuando los acusan de ello, mienten, diciendo que no han recibido ni pedido nada, o que son trabajos académicos o profesionales solicitados por esas empresas, para fines que no conocen.

Aquí estamos, en un país con uno de los programas de gobierno de cambios estructurales más profundos del mundo, con la coalición gobernante en abrumadora mayoría parlamentaria, pero maniatada por la revelación de una forma incestuosa de la democracia chilena de financiar la política, donde los “malos” de antes sostienen económicamente a los “buenos” de ahora. Y estos últimos, a la hora de justificarse, no pueden criticar severamente a quién financió su acceso a los cargos públicos, prefiriendo sugerir perdonazos, nuevas leyes a futuro y tratando de evitar que haya más información que vincule a políticos profesionales con sus financistas.

De una forma u otra, han quedado secuestrados de las declaraciones que los mandamases de esas empresas hagan cuando se presenten ante los fiscales. No los pueden criticar demasiado, porque ellos pueden desbaratar el andamiaje de mentiras que se han dicho para justificar las platas recibidas. La suerte de los beneficiados por SQM, por ejemplo, depende de la suerte de Ponce Lerou. No por nada, imputados de diversos signos ideológicos tienen a los mismos abogados y lobbistas que el jefe máximo de SQM.

Es lo único sincero del proceso: tácitamente reconocen que dependen de lo que le ocurra al que sabe todos sus secretos.

Si Chile fuera una serie de TV

 

Quizás usted, como yo, disfruta de las series extranjeras de televisión. He notado que hay un formato de series que calza con lo que nos está pasando política y culturalmente por estos días.

Voy a mencionar a varias de ellas que tienen el relato a que hago referencia: Under the Dome; The Leftovers; The Walking Dead; The Returned. Todas las anteriores pueden ser descritas con un párrafo como el siguiente:

«Un pueblo, ciudad o país, aparentemente en equilibrio, enfrenta un hecho anómalo que proviene de una fuente inesperada. Al responder a este problema, las instituciones de la localidad -los poderes clásicos y los valores que los habitantes profesan- se ponen a prueba. La sociedad se tensiona al máximo y está por verse si es capaz de hacerse cargo del problema o se destruye a si misma al no poder hacerlo».

En Under the Dome, de Stephen King, una cúpula misteriosa cae de pronto sobre el pueblo de Chester’s Mill, no dejando entrar ni salir a nadie, debiendo las personas del pueblo enfrentar todo tipo de conflictos que implican el confinamiento obligado. The Leftovers trata de que a una hora específica de un determinado día, un 2% de la población del mundo desaparece sin dejar rastro ni explicación. La trama gira en torno a cómo se asume este hecho en los que quedan. The Walking Dead parece al principio una película más de zombies versus humanos. Pronto el telespectador se da cuenta que la amenaza de los zombies, en realidad, es la excusa para ver si los humanos son capaces de mantenerse guiados por virtudes humanas, o terminan más inhumanos que los mismos zombies. The Returned es original de Francia, rehecho para Netflix en EEUU, donde una serie de personas de un pueblo, que tienen en común haber muerto hace algún tiempo, empiezan a aparecer de vuelta con vida, sin saber cómo y sin haber envejecido, lo que hace que el pueblo se divida entre los familiares que acogen a sus resucitados y quienes sospechan de ellos o resienten que sus familiares muertos no hayan aparecido todavía.

under the domeThe ReturnedThe leftovers 2The Walking Dead

El formato de estas series se parece a lo que se conoció hace algunas décadas como «el monomito de Hollywood», particularmente asociado a películas de vaqueros o policías inadaptados. Una comunidad enfrentaba una banda de malos y los sistemas internos del pueblo o ciudad -el sheriff, la policía tradicional, el alcalde-, sea por ineficacia o corrupción, no eran capaces de resolver la amenaza de los malos. Como en la película Shane, un jinete forastero bajaba al pueblo en su caballo, enfrentaba a los malos y terminaba liquidándolos, volviendo a dejar el pueblo en orden y él, siguiendo su camino. Todos los superhéroes tienen algo de este monomito: las instituciones no funcionan, la amenaza manda, el jovencito usa su poder para enfrentar la amenaza y, luego de conjurarla, la ciudad vuelve a la rutina y el equilibrio.

La diferencia con las series nuevas es que el drama del guión no lo proveen los jovencitos liquidando malos, sino la descomposición de la comunidad y sus peleas internas, al no tener claro si se enfrenta colectivamente el problema o se busca sacar ventajas individuales de él.

Si Chile fuera una serie de TV, los casos Caval, SQM y Penta serían los inesperados estímulos que colocarían al país enfrentado a lo que se mantenía oculto y ahora debe resolverse. Estaría el grupo de quienes negarían el problema. Mentirían de entrada, como siempre fue la instrucción de sus abogados en caso de ser pillados. «Se hicieron los informes»; «nunca he pedido platas irregulares»; «entregamos asesorías verbales»; «todo se hizo de acuerdo a la ley». Se comenzarían a distinguir más tarde los cabecillas de quienes fueron simplemente proveedores de una estructura para hacer posible el traspaso de fondos. Lloverían las amenazas, abiertas y veladas, de revelar todo y hacer caer a los más encumbrados si se sigue investigando y no se llega a un arreglo. Aparecerían de pronto platas que no se canalizaron a campaña alguna. Total, nadie pedía cuentas. A medida que más se investigaba, más se encontraban indicios de enriquecimiento ilícito, en algunos casos, o de platas devueltas con proyectos de ley, en otros.

En las series, tarde o temprano, el guión se simplifica para visibilizar claramente a la fuente del problema y distinguirlo de quienes intentan eliminar ese problema. Eso se obtiene porque los personajes están todo ligados directa o indirectamente con un protagonista o antagonista central. El abogado, el lobbista, el ex funcionario, el parlamentario, todos están ligados a través de la dependencia de ellos a un personaje superior. Que los contrata, los financia, les ordena acuerdos y los dirige. No hay serie de este tipo, como las nombradas anteriormente, que no decante en que la resolución de la amenaza pase por corregir la acción de un poder central, al cual todas las demás manifestaciones del problema están subordinadas.

Si Chile fuera una serie de TV pasaría lo que está pasando. Habría rabia, decepción y mucha desobediencia. Habría un gobierno a medias, bloqueado por afectar las cosas a quien lo encabeza y porque la mayoría forma parte del mismo sistema que está bajo juicio. Habría uno o más  personajes que estarían a los dos lados del problema: en el gobierno y en la amenaza institucional, por vía de relaciones amorosas o familiares. Siempre hay personajes así. Surgirían los personajes espontáneos, los que buscaran capitalizar para sí las ventajas de no tener la peste, el pago trucho detectable o el abogado o comunicador que lo ligue indirectamente al malo principal. Habría también un tipo de personajes que podríamos llamar extremos: han descubierto que el problema es útil para sus pretensiones de mediano y largo plazo, aunque en el corto puedan estar al borde del abismo. Estos personajes están en los extremos de la ideología. Unos aprovecharían la turbulencia social para hacer hincapié en el desorden, la falta de garantías y seguridad, el desgobierno y los atentados a la propiedad, buscando que el desorden argumental obligue a una solución autoritaria, de emergencia y, ojalá, que la gente la pida. En el borde contrario están otros personajes que utilizan el descontento y la indignación ciudadana para, como se decía antes, «agudizar las contradicciones del sistema». Expertos en el arte de construir víctimas en cualquier evento, dominadores de la molotov y el pasamontaña, ninguna manifestación puede ser pacífica, porque ello da sustento a que la solución se pueda hacer por consensos o acuerdos. Y, por lo tanto, su pega consiste en capturar los noticiarios y transformar las movilizaciones en una imagen de proto-revolución en su etapa de formación.

Al igual que en las series, hay personajes que enfrentan el problema desde la decencia y la convicción que hay que asumir y recuperar terreno perdido, pero siempre estos personajes en los primeros capítulos son mucho menos poderosos que los que representan la amenaza institucional, por lo que dudan, discuten entre sí, no tienen método ni fórmula de salida clara. A veces uno del lado de los buenos, con algo de poder -un juez o fiscal, por ejemplo- es extorsionado, comprado o directamente amenazado, por lo que comienza a comportarse de forma extraña y eso permite que el guión genere el suspenso necesario para que la serie no se resuelva en una sola temporada. Lo clave en estas series de TV es que los personajes cambien de capítulo en capítulo: que titubeen si acaso están en el lado correcto; que no resistan un coimazo titánico; que se inseguricen cuando son llamados a testificar y piensen en salvarse ellos, revelando la verdad, por ejemplo.

La gran diferencia entre una serie real de TV y el caso chileno es que la serie es escrita por guionistas que deciden a voluntad cuándo la terminan y cómo. El formato está claro: amenaza externa o interna, turbulencia social, dificultad de la institucionalidad de hacer frente al problema, revelación de personajes que contribuyen a mantener o solucionar el problema, sin que se distinga al principio cuál es cuál. Sin embargo, cómo termine el drama en la realidad no tiene el beneficio de un guionista de TV, que decide que las víctimas sean muy pocas, que la cordura se asiente, que la justicia triunfe y que la corrección de los errores cometidos genere expectativas de una nueva sociedad y un nuevo trato.

No. Podemos tener semejanzas en el relato, pero estamos lejos de poder predecir cómo termina nuestra primera temporada. Porque si en las series de TV y las películas de superhéroes está decidido que los buenos terminan ganando, en la realidad lo que domina la escena son rasgos, más que personas. Convicción, fuerza, liderazgo, poder, sacrificio, gestión, apego, trabajo en equipo, sentido del futuro. Rasgos neutros, que pueden ser asumidos por Batman o el Güasón, personajes que en sus equivalentes reales tienen mucho más de semejanza que en la ficción.

La hora de la decepción

El diccionario define a la decepción como “pesar causado por el desengaño”. Lo que lleva a definir desengaño. Hay tres acepciones pertinentes a esta columna: 1.- “Conocimiento de la verdad, con que se sale del error o engaño en que se estaba”. 2.- “Efecto de ese conocimiento en el ánimo”. 3.- “Lecciones recibidas por experiencias amargas”.

“Tengo una pelusa en el ánimo”, decía Mafalda, cuando lo que ella creía que era de una forma, se demostraba que era de otra. La decepción no es rabia, aunque pueda derivar en expresiones de rabia. No es desaprobación, como se amaña esta categoría en las encuestas, porque se puede desaprobar sin involucrar el ánimo, desde el desinterés, el  “me da lo mismo”, el “no estoy ni ahí”.

La decepción incluye un revés contra la confianza, porque a veces basta eso –una decepción- para dejar de creer en lo que se creía. Sin embargo, no es definitiva. El estado de ánimo que sigue a una decepción no necesariamente prevalecerá para siempre.  Pero mientras dura es fulminante y erosiona brutalmente las ilusiones y expectativas .

En política, la decepción  no salta si no se cumple totalmente un programa de gobierno. No, la gente entiende que una democracia implica una confrontación de ideas entre coaliciones rivales, donde la negociación cumple una labor trascendental de paz social y viabilidad de largo plazo de cambios estructurales, por lo que a veces prender una ampolleta hoy abre camino a iluminar el país en pocos años más. La decepción, como dice el diccionario, afecta el ánimo. Es personal, aunque muchos experimenten lo mismo. Por lo que tiene que ver más con las autoridades, con ellas mismas, con su carácter, con su voluntad política, antes  que con sus discursos o programas de gobierno.

Hasta ahora, los casos Penta, Caval, SQM han sido unos estímulos prodigiosos para aquilatar la voluntad moral y política de nuestras autoridades, gobierno y parlamento, porque ellos tocan íntimamente la base partidaria, familiar y la coherencia que hemos escuchado discursear tantas veces.

No cuesta nada sermonear sobre lo que una autoridad debería  hacer si un hijo o hija de otra autoridad cometiera un delito o abusara de una influencia que republicanamente no tiene. No cuesta nada dar lecciones a otros partidos sobre lo que habría que hacer si acaso ese otro partido se envuelve en un escándalo de financiamiento ilegal o inmoral. Es bien simple atacar a un organismo creado en dictadura, diseñado para paralizar el progreso democrático, cuando no hay que acudir a él para que información comprometedora se haga pública en un proceso judicial. 

El problema es cuando el hijo es nuestro, el partido es mi partido y el Tribunal Constitucional ahora me sirve para detener  una investigación que me afecta. Ahí los ojos de la ciudadanía están puestos en la expectativa de confianza. En el estándar de ética pública que se sentará para todo el Estado con la decisión de la autoridad. Y cuando ella no aparece, o  balbucea  ideas improvisadas, o tarda demasiado, se asoma como si fuera un rayo el rostro triste y desconcertado de la decepción.

No soy quien para dar lecciones de cómo una Presidenta debe tratar a su familia cuando un miembro de ella cae en falta. Ni como los militantes de un partido debieran actuar cuando se descubre un mecanismo que los hace rehenes de la dádiva empresarial. Tampoco sirvo para recomendar lo que hay que hacer, para evitar que se sepa que un parlamentario de centroizquierda ganó gracias a las platas que le proveyó una empresa privatizada en dictadura y comandada por el ex yerno del dictador. Por cierto, hay partidos y autoridades involucradas en estos casos, a quienes  les es irrelevante recibir platas e incluso consensuar con los generosos empresarios sobre cómo enfrentar proyectos de ley que amenacen su statu quo. Para varios de ellos las pasadas son muestras de genialidad y cuando se encuentran, se cuentan las hazañas inmobiliarias, financieras y accionarias, con total y despreocupada jactancia. Menos importa que el donante de la campaña haya sido parte de la dictadura, que esas actuales autoridades siempre han valorado.

Pero sí creo que cualquier ciudadano solicitaría en todos esos casos a lo menos tres cosas: que no se mienta, que no se utilicen las instituciones de todos para esconder los líos de unos pocos, y que las autoridades involucradas no tengan la arrogancia de creer que salvarse ellos es salvar al país.

Si las instituciones efectivamente funcionan, eso se ve en las malas, no en las buenas. No tiene gran valor el apreciar cómo funciona impuestos internos cuando se van presos cuatro tipos que venden DVDs piratas en la calle, sin boleta. Para ese estrato social, la institución siempre ha funcionado. Pero cuando es el poderoso el que está en el banquillo, ahí efectivamente se juega la institucionalidad su prestigio. No porque tenga que condenarlo, si es inocente, para empatar condiciones sociales; sino porque tenga que hacerlo, si es culpable.

Es una parodia de funcionamiento impecable del Tribunal Constitucional, cuando varios parlamentarios, que han siempre establecido que ese órgano responde a un diseño dictatorial para frenar cambios democráticos, y han criticado cuando los partidos de derecha acuden a él para detener desde reformas estructurales, hasta películas y anticonceptivos, ahora que arriesgan aparecer en las nóminas de SQM se quedan mudos, mirando el techo, cuando el Tribunal Constitucional detiene la investigación de la Fiscalía.

Enfrentado a amenazas de fondo en materia de institucionalidad y desconfianza, el estado chileno está en medio del haz de luz y el país está mirando. Lo que podría extenderse al mundo si los socios canadienses de SQM, cuyos directores acaban de renunciar en masa a la empresa, apelan a la justicia de EEUU –a la que tienen derecho, incluso la penal, por  los ADRs que SQM colocó en ese país- para denunciar el potencial contubernio del estado chileno y SQM en ocultar información, que en Estados Unidos legalmente debe transparentarse.

Siempre hay tiempo para rectificar y volver al camino republicano, tan presente en los discursos, de hacer lo que debe hacerse, caiga quien caiga. Por ahora, mi sentimiento es de decepción de quienes esperaba más. De arriba a abajo, con las excepciones que se quiera, el espectáculo del  gobierno de la Nueva Mayoría, ante el primer estímulo de fondo sobre la verdadera relación entre plata y política, no ha estado a la altura de la confianza depositada en él.