Venezuela, 1989. El país tenía elecciones democráticas y se alternaban en el poder los partidos  Adeco (socialdemócrata) y Copei (socialcristiano). Era el turno del primero y Carlos Andrés Pérez estaba, por segunda vez, en el trono. La corrupción era el estándar. Las instituciones de la República -Congreso, poder judicial, burocracia estatal- tenían su imagen por los suelos. 

El célebre escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, el día en que cumplía 83 años de edad, fue a un programa de entrevistas por televisión, el 16 de mayo de 1989. Preguntado por la situación de corrupción de su país, Uslar Pietri dijo que sólo los pendejos no robaban en Venezuela. Y agregó que él era uno de esos pendejos. La palabra pendejo la usó Uslar Pietri como sinónimo de inocente, de ingenuo seguidor de las normas y las leyes. Lo contrario del avivado, del que opera en el delito y justifica la corrupción «porque todos lo hacen» y la disimula, llamándola picardía criolla o chispeza.

Para Uslar Pietri, ser honesto en Venezuela, en 1989, era ser pendejo. Y el escritor reclamaba el título con honor. 

La entrevista causó tal impacto que motivó la convocatoria, para el 15 de junio de 1989, a una «Marcha de los pendejos» por las calles del país. Decenas de miles de venezolanos marcharon para transmitir un mensaje simple: la decencia sigue viva y se encarna en todo aquel que -en medio de la mugre institucionalizada- insiste en actuar con honestidad.

Este artículo no es sobre Venezuela, aunque parezca paradójicamente trágico que, 26 años después, ese país siga desgarrándose en gobiernos delirantes, autoritarios y con prácticas abusivas.

La columna tiene que ver con nosotros. Con nuestra creciente tolerancia a salirse de las normas civilizadas para corromperse, para destruir el prestigio de las instituciones que tomaron décadas y sangre levantar de nuevo, para mentir cubriendo la mentira de excusas y justificaciones impresentables. Para transformar el «hoy por ti, mañana por mi» en una oda a la impunidad.

¿Desde cuándo asumimos como normal que violar las reglas del financiamiento de la política era legítimo si lo hacían todos? Esa es la primera justificación que salió, cuando después de meses negándolo, se tuvo que aceptar que a varios candidatos los habían pillado. «Todos lo hacen», señalaron. «¿Por qué sólo nos acusan a nosotros?»

¿Desde cuando aceptamos que se use como justificación para un negocio de especulación, el que se trata de «algo entre privados», cuando quienes lo llevan a cabo son parte de la familia más influyente y más pública del país?

¿En qué momento comenzamos a tolerar que, en la prensa, a la delincuencia del pobre se le llame, adecuadamente, delincuencia, mientras a la delincuencia del rico o el poderoso se le llame exceso, mala práctica y error involuntario?

¿Cuándo desaparecieron de nuestra convivencia los castigos ejemplarizadores, los despidos inmediatos del funcionario corrupto, del militante antiético, del socio que traicionó la confianza pública? El control de daños se ha impuesto en todas partes como herramienta minimizadora de impactos. Cuando de lo que se trata es de lo opuesto: si hay evidencia del delito, se hace un ejemplo tajante de lo que no queremos en nuestra democracia. Y el daño se acota al victimario.

¿De cuándo acá el temor a las encuestas reemplazaron a la decisión justa y decente? ¿Dónde se ha visto que una medida dolorosa pero a tiempo no redunde en más valor para quien la deba tomar? ¿Por qué los partidos aprendieron a ser pusilánimes con la mierda propia, cuando la mayoría tiene una historia gloriosa de agallas y empuje, aún a costa de muertos y heridos?

La convivencia democrática es un gigantesco acto de confianza. Que renueva sus votos, con votos, cada cierto tiempo. Que necesita creer en otras personas, a quienes mandatan para que dirijan sus destinos. ¿Cómo puede sostenerse esa convivencia en el tiempo si el sistema invierte en desconfianza, en impunidad, en complicidades activas y pasivas para disminuir impactos de conductas ilícitas o impropias, con el único fin de amortiguar el daño en la encuesta y así mantener las chances de ganar en la próxima elección?

Parece ñoño pedirle a la política que invierta en honestidad, ¿verdad? 

Suena a cosa de pendejos.

Déjenme hablarle un poco de los pendejos de Chile. Del total de las comunas del país, en casi la mitad nunca ha habido un estudiante que haya podido llegar a la universidad. Van al liceo, dan la PSU y nada. Así, por siempre. ¿Qué se transmite en esas familias, cuando los hijos llegan a edad escolar? ¿Mensajes de esfuerzo, estudio y superación, a pesar que el resultado histórico es un abrumante fracaso? ¿No sería más realista y productivo que los padres enseñaran a raspar la olla con chispeza y mano rápida? ¿A proveerse de lo que quieran y cuidarse que no los capturen? 

Pero no,  una y otra vez la expectativa de los padres y sus mensajes están puestos en la asociación entre buen alumno y mejoría futura. Y todos los años salen de esas comunas alumnos que han sacado promedios notables durante su educación media, donde lo que sus profesores les enseñaron, lo aprendieron. Donde no leyeron muchos libros, porque no había, pero los que había los leyeron y los entendieron. Donde sus profesores no podían enseñar demasiado, porque ellos mismos tenían déficit en su conocimiento. Donde todos sus compañeros tenían situaciones similares, familias vulnerables, cero libro, ningún hermano mayor profesional. Entre los primeros del curso los cuatro años. Y dan la PSU y les preguntan sobre cuántos pistilos tiene una cala y sobre operaciones matemáticas que no les pasaron en clase y sobre textos complejos, que no entendieron así de rápido. El resultado es que no quedan donde querían y soñaban. Buscan cualquier oficio, arman familia, tienen hijos y les enseñan a esforzarse más, sacrificar horas de juego para estudiar y alejarse de la drogas y las malas juntas, porque se renueva la confianza de cambiar el destino con cada hijo y se confía que la educación del país es el mejor vehículo para ello.   

¡Qué pendejos…más extraordinarios!

Y usted, señor, señora, cuando no conduce y llama un taxi porque ha tomado unos tragos; cuando denuncia algo que no corresponde en la oficina, a pesar de que le puede traer problemas; cuando no acepta el descuento sin boleta que le ofrece el vendedor; cuando hace su declaración de impuestos cada año y le da rabia todo lo que paga, pero paga todo, sin trucos; cuando contrata a una nana y le impone por el total bruto del sueldo; cuando no se corta en la fila y espera su turno; cuando en un debate reconoce en el argumento de su rival que usted está equivocado y cambia de opinión; cuando va a votar porque cree en la democracia…¿no se siente un poco como un pendejo, en medio de tanto atajo disponible, cumpliendo con todo porque es lo que corresponde, y la alternativa no lo dejaría dormir o lo haría sentir indecente?

El día en que los pendejos de Uslar Pietri, en cualquier país, sean minoría, ese será el día en que la corrupción se transformó en cultura. Y la ley del más fuerte, en la única ley. Sin pendejos, un país es un Cartel. Todos rehenes, no importa su oficio, de la misma mentalidad podrida. 

Mientras asistimos a un desagradable espectáculo de unos pocos vivos y pillos, donde pedir perdón es una táctica y reconocer faltas es inaceptable,  más necesario se hace elevar la condición del que cumple, del pendejo, como lo que importa y tiene valor en nuestra convivencia.

Sin los pendejos, parafraseando a Serrat, la vida sería un ensayo para la muerte.