Cambio argumental

Hay ocasiones en que un evento público, en este caso un juicio, permite ver algunas estrategias para enfrentar acusaciones con más detalle. En el ámbito de las estrategias de defensa argumental hay montones de ejemplos -que se enseñan en clases de negociación, de sicología social, de teoría de juegos, de derecho y ciencia política- sobre lo que funciona y no funciona.

El caso Penta, independientemente de su resultado, permite observar estas estrategias, particularmente en el caso de los dos principales imputados, Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín. En primer lugar, porque después del primer día de formalización ambos Carlos cambiaron su estrategia original y se abrieron a un camino argumental, que considero nefasto para sus pretenciones.

Los Carlos de Penta optaron, desde que saltó este caso, por un perfil de silencio público y, al principio, también se ajustaron a su derecho a silencio ante los primeros interrogatorios de los fiscales. Más tarde se abrieron a declarar ante los fiscales, incluso buscando colaborar con el proceso, pagando al SII por impuestos evadidos y reconociendo determinadas irregularidades menores. Esta estrategia parecía razonable para obtener lo más preciado: que no se pidieran sus prisiones preventivas.

Dos cosas obligaron a cambiar esa estrategia y están vinculadas: lo más importante hasta ese momento -el financiamiento de campañas políticas y evasiones tributarias familiares y de un puñado de ejecutivos- tuvo un cambio medular, al enterarse la fiscalía del engranaje sistemático de evasión tributaria en torno a operaciones de «forwards». El caso Penta pasaba de una actividad ilegal, pero circunscrita a actividades puntuales en época de elecciones y para beneficio de sus ejecutivos (que incluso muchos justificaban como conducta generalizada),  a un modelo permanente de defraudación fiscal, con asociación ilícita con otros grupos, con el objetivo de cometer sistemáticamente un falseamiento de la situación impositiva del grupo, para así obtener mayores utilidades.

De pronto, los montos dejaron de ser decenas de millones y pasaron a ser centenares y miles de millones, y los tiempos de ilicitud dejaron de ser esporádicos y pasaron a ser permanentes, en un delito de los más graves, que linda en la asociación ilícita para defraudar al Fisco.

Lo anterior gatilló, a su vez, la confirmación en la Fiscalía del carácter delincuencial de las conductas del grupo, ya no solo en caso de elecciones o en contextos familiares y de ejecutivos, sino sentando la base de lo que el fiscal Gajardo calificó como una «máquina para defraudar al Fisco». 

Planteado lo anterior en el primer día de la Audiencia de Formalización por el mismo Gajardo, los dos Carlos de Penta, al día siguiente, cambiaron su estrategia argumental de raíz. Leyendo un texto escrito al entrar al segundo día de formalización, Carlos Alberto Délano señaló que Penta «era una máquina de creación de empleo y aporte al progreso del país». Inmediatamente después, Carlos Eugenio Lavín declara que el fiscal «nos presenta como una mafia, como si nosotros fuéramos Al Capone».

Es interesante observar y analizar este cambio de estrategia argumental, porque a mi juicio revela una sensación en los imputados de derrota inevitable. Ante esa presunción, se considera irrelevante continuar tratando de explicarle al país lo que hicieron y pasan a justificarse ante su segmento social.

Veamos, la explicación de la creación de empleos como eximente de ilícitos e irregularidades era un argumento que tenía valor cuando, culturalmente, había una disociación entre el progreso y los costos para obtenerlo. Dar empleos justificaba pagar bajos sueldos, contaminar y atentar contra el medio ambiente, cometer abusos menores, porque el progreso tenía externalidades negativas que eran aceptadas como parte de un mismo proceso.

Desde hace algún tiempo ese argumento de la creación de empleos como justificación de conducta tiene cada día menor validez, porque el concepto de «víctimas del progreso» ha crecido en carácter cultural mucho más que la idea del crecimiento económico como panacea del desarrollo. Las tecnologías digitales de comunicación hoy disponibles han aumentado el valor de esta apreciación cultural, al permitir que la información y la movilización de los empleados activen cambios que se consideran beneficiosos para la comunidad y los mismos empleados de las empresas. Por lo demás, si Milton Friedman estuviera vivo no dudaría en señalar que la creación de empleos en la empresa capitalista no es un objetivo de la empresa, sino un medio insalvable para obtener el verdadero objetivo, que es la maximización de utilidades para sus accionistas. Por lo tanto, utilizar el argumento de la creación de empleos como eximente de la conducta ilícita o irregular no apela a una audiencia del siglo XXI. Sólo puede hacer sentido a personas como los  dueños de Penta, que siguen considerando en sus círculos sociales que, ideológicamente, el empleador -por el sólo efecto de su posición- tiene ventajas frente al resto de los ciudadanos y merece menos reproche y más gratitud.

En el caso de las palabras de Carlos Eugenio Lavín, hay que remitirse a la teoría de los «frames» del linguista estadounidense George Lakoff. Lakoff señala que un frame es un concepto que, al pronunciarse, gatilla en la mente de quien lo escucha una imagen y una idea. El periodismo escrito, por ejemplo, etiqueta situaciones con «frames» para facilitar su cabida en un titular limitado: Caso Karadima, Dávalazo, Ley Emilia, etc. Cada uno de los anteriores, al sólo mencionarse activa una serie de imágenes y toma de posiciones del que escucha frente al tema.

Pues bien, Lakoff señala que la argumentación política busca que la discusión pública se haga en en torno a los «frames» propios. Por ejemplo, que se discuta sobre «desigualdad», «fin al FUT», «educación gratuita y de calidad» son objetivos de la Nueva Mayoría al plantear sus reformas de gobierno. La oposición preferiría que las referencias giraran en torno a la «igualdad de oportunidades», «estímulos a la inversión» y «libertad de los padres en la educación de los hijos», para los mismos temas.

Lakoff señala que el máximo error argumental en la discusión pública es participar de ella bajo los «frames» impuestos por el adversario. La razón: porque la invocación de un «frame», dice Lakoff,  refuerza ese «frame». Y hace una provocación: «No piensen en un elefante», ordena Lakoff, sabiendo que será imposible. Al sólo mencionar la palabra «elefante» se evoca en la cabeza de los interlocutores la imagen de uno, que puede ser distinta -un Dumbo, la Fresia del zoológico, el de Tarzán- pero no se puede evitar activar el «frame» que representa esa palabra.

Carlos Eugenio Lavín viola de cuajo toda esta lógica al plantear que la fiscalía – que no usó este «frame»- los trata «como si fuéramos Al Capone». La figura del delincuente mafioso, que cayó preso por fraude tributario y no por sus crimenes de sangre, automáticamente aparece en quienes escuchan lo dicho por Lavín, invitando a que se asocien dos tipos de personas que enfrentaron la ley, de una forma que -estoy seguro- no era la intención de co-dueño de Penta.

Fue lo mismo que le ocurrió a Richard Nixon -estudiado este caso hasta la saciedad en sicología social y ciencia política- cuando, en medio del Caso Watergate, dijo en un discurso justificativo su frase «I am not a crook» (No soy un criminal), colocando la idea de la deshonestidad de lleno en la presidencia de EEUU.

Para resumir: el cambio argumental coordinado de los dos Carlos de Penta creo que obedece a que la aparición de las operaciones forwards en la investigación y la constatación, en el primer día de formalización, de que el objetivo de evitar la prisión preventiva estaba en alto riesgo de fracaso, hizo que dejaran de pensar en el país y pasaran a pensar en el grupo social de pertenencia como el único capaz de entender lo que hicieron. Los argumentos de la creación de empleos como principal mérito son ideológicamente aptos en ese círculo. Y los intentos de separar su situación de la alta delincuencia clásica, expresada en los mafiosos de Chicago, corresponde al simil de distinguir entre el punga roto y el caballero con prácticas irregulares, pero «comúnmente aceptadas», como  señalara en Radio ADN esta mañana muy explícitamente Evelyn Matthei, para referirse a la evasión del pago de impuestos.

El cambio estratégico argumental de los dueños de Penta, creo, obedece a la resignación de una potencial derrota de su pretensión de no ir a prisión preventiva y, por ende, de volcarse a explicar lo que hicieron a su audiencia vital, donde socialmente pertenecen, en los términos y lenguaje que solamente allí se entienden.

Ser pendejo

Venezuela, 1989. El país tenía elecciones democráticas y se alternaban en el poder los partidos  Adeco (socialdemócrata) y Copei (socialcristiano). Era el turno del primero y Carlos Andrés Pérez estaba, por segunda vez, en el trono. La corrupción era el estándar. Las instituciones de la República -Congreso, poder judicial, burocracia estatal- tenían su imagen por los suelos. 

El célebre escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, el día en que cumplía 83 años de edad, fue a un programa de entrevistas por televisión, el 16 de mayo de 1989. Preguntado por la situación de corrupción de su país, Uslar Pietri dijo que sólo los pendejos no robaban en Venezuela. Y agregó que él era uno de esos pendejos. La palabra pendejo la usó Uslar Pietri como sinónimo de inocente, de ingenuo seguidor de las normas y las leyes. Lo contrario del avivado, del que opera en el delito y justifica la corrupción «porque todos lo hacen» y la disimula, llamándola picardía criolla o chispeza.

Para Uslar Pietri, ser honesto en Venezuela, en 1989, era ser pendejo. Y el escritor reclamaba el título con honor. 

La entrevista causó tal impacto que motivó la convocatoria, para el 15 de junio de 1989, a una «Marcha de los pendejos» por las calles del país. Decenas de miles de venezolanos marcharon para transmitir un mensaje simple: la decencia sigue viva y se encarna en todo aquel que -en medio de la mugre institucionalizada- insiste en actuar con honestidad.

Este artículo no es sobre Venezuela, aunque parezca paradójicamente trágico que, 26 años después, ese país siga desgarrándose en gobiernos delirantes, autoritarios y con prácticas abusivas.

La columna tiene que ver con nosotros. Con nuestra creciente tolerancia a salirse de las normas civilizadas para corromperse, para destruir el prestigio de las instituciones que tomaron décadas y sangre levantar de nuevo, para mentir cubriendo la mentira de excusas y justificaciones impresentables. Para transformar el «hoy por ti, mañana por mi» en una oda a la impunidad.

¿Desde cuándo asumimos como normal que violar las reglas del financiamiento de la política era legítimo si lo hacían todos? Esa es la primera justificación que salió, cuando después de meses negándolo, se tuvo que aceptar que a varios candidatos los habían pillado. «Todos lo hacen», señalaron. «¿Por qué sólo nos acusan a nosotros?»

¿Desde cuando aceptamos que se use como justificación para un negocio de especulación, el que se trata de «algo entre privados», cuando quienes lo llevan a cabo son parte de la familia más influyente y más pública del país?

¿En qué momento comenzamos a tolerar que, en la prensa, a la delincuencia del pobre se le llame, adecuadamente, delincuencia, mientras a la delincuencia del rico o el poderoso se le llame exceso, mala práctica y error involuntario?

¿Cuándo desaparecieron de nuestra convivencia los castigos ejemplarizadores, los despidos inmediatos del funcionario corrupto, del militante antiético, del socio que traicionó la confianza pública? El control de daños se ha impuesto en todas partes como herramienta minimizadora de impactos. Cuando de lo que se trata es de lo opuesto: si hay evidencia del delito, se hace un ejemplo tajante de lo que no queremos en nuestra democracia. Y el daño se acota al victimario.

¿De cuándo acá el temor a las encuestas reemplazaron a la decisión justa y decente? ¿Dónde se ha visto que una medida dolorosa pero a tiempo no redunde en más valor para quien la deba tomar? ¿Por qué los partidos aprendieron a ser pusilánimes con la mierda propia, cuando la mayoría tiene una historia gloriosa de agallas y empuje, aún a costa de muertos y heridos?

La convivencia democrática es un gigantesco acto de confianza. Que renueva sus votos, con votos, cada cierto tiempo. Que necesita creer en otras personas, a quienes mandatan para que dirijan sus destinos. ¿Cómo puede sostenerse esa convivencia en el tiempo si el sistema invierte en desconfianza, en impunidad, en complicidades activas y pasivas para disminuir impactos de conductas ilícitas o impropias, con el único fin de amortiguar el daño en la encuesta y así mantener las chances de ganar en la próxima elección?

Parece ñoño pedirle a la política que invierta en honestidad, ¿verdad? 

Suena a cosa de pendejos.

Déjenme hablarle un poco de los pendejos de Chile. Del total de las comunas del país, en casi la mitad nunca ha habido un estudiante que haya podido llegar a la universidad. Van al liceo, dan la PSU y nada. Así, por siempre. ¿Qué se transmite en esas familias, cuando los hijos llegan a edad escolar? ¿Mensajes de esfuerzo, estudio y superación, a pesar que el resultado histórico es un abrumante fracaso? ¿No sería más realista y productivo que los padres enseñaran a raspar la olla con chispeza y mano rápida? ¿A proveerse de lo que quieran y cuidarse que no los capturen? 

Pero no,  una y otra vez la expectativa de los padres y sus mensajes están puestos en la asociación entre buen alumno y mejoría futura. Y todos los años salen de esas comunas alumnos que han sacado promedios notables durante su educación media, donde lo que sus profesores les enseñaron, lo aprendieron. Donde no leyeron muchos libros, porque no había, pero los que había los leyeron y los entendieron. Donde sus profesores no podían enseñar demasiado, porque ellos mismos tenían déficit en su conocimiento. Donde todos sus compañeros tenían situaciones similares, familias vulnerables, cero libro, ningún hermano mayor profesional. Entre los primeros del curso los cuatro años. Y dan la PSU y les preguntan sobre cuántos pistilos tiene una cala y sobre operaciones matemáticas que no les pasaron en clase y sobre textos complejos, que no entendieron así de rápido. El resultado es que no quedan donde querían y soñaban. Buscan cualquier oficio, arman familia, tienen hijos y les enseñan a esforzarse más, sacrificar horas de juego para estudiar y alejarse de la drogas y las malas juntas, porque se renueva la confianza de cambiar el destino con cada hijo y se confía que la educación del país es el mejor vehículo para ello.   

¡Qué pendejos…más extraordinarios!

Y usted, señor, señora, cuando no conduce y llama un taxi porque ha tomado unos tragos; cuando denuncia algo que no corresponde en la oficina, a pesar de que le puede traer problemas; cuando no acepta el descuento sin boleta que le ofrece el vendedor; cuando hace su declaración de impuestos cada año y le da rabia todo lo que paga, pero paga todo, sin trucos; cuando contrata a una nana y le impone por el total bruto del sueldo; cuando no se corta en la fila y espera su turno; cuando en un debate reconoce en el argumento de su rival que usted está equivocado y cambia de opinión; cuando va a votar porque cree en la democracia…¿no se siente un poco como un pendejo, en medio de tanto atajo disponible, cumpliendo con todo porque es lo que corresponde, y la alternativa no lo dejaría dormir o lo haría sentir indecente?

El día en que los pendejos de Uslar Pietri, en cualquier país, sean minoría, ese será el día en que la corrupción se transformó en cultura. Y la ley del más fuerte, en la única ley. Sin pendejos, un país es un Cartel. Todos rehenes, no importa su oficio, de la misma mentalidad podrida. 

Mientras asistimos a un desagradable espectáculo de unos pocos vivos y pillos, donde pedir perdón es una táctica y reconocer faltas es inaceptable,  más necesario se hace elevar la condición del que cumple, del pendejo, como lo que importa y tiene valor en nuestra convivencia.

Sin los pendejos, parafraseando a Serrat, la vida sería un ensayo para la muerte.

La Ceguera Voluntaria

La película «Están Vivos», de John Carpenter, fue estrenada en 1988. Trata de un tipo que llega colado en un tren de carga a una gran ciudad de Estados Unidos, encuentra trabajo en la construcción y lo acogen en una barriada popular. No se sabe nada de su historia, nada de su familia, nada de sus convicciones. De hecho, su nombre, en la primera de las metáforas que regala la película, es John Nada.

Todo cambia para Nada y el film cuando, luego de una redada de la policía a su población marginal, él encuentra en la parroquia del lugar una caja llena de anteojos de sol. Cuando se pone uno de los anteojos, lo que ve lo deja perplejo. Mira unos letreros luminosos de productos y viajes y ve, no las fotos de computadores y mujeres en bikini, sino breves mensajes imperativos: «Obedece», «Cásate y procrea». Por donde fija su mirada, mientras tiene puestos los anteojos de sol, la realidad cambia. Un puñado de billetes en la mano de un suplementero los ve como papeles donde se lee: «Este es tu Dios». Y así por todos lados.

Lo más brutal es que muchas personas no se ven como personas normales. Con los anteojos, se ven como monstruos tipo zombies, que se dan cuenta que John Nada los ha descubierto y avisan para que lo capturen. Sin los anteojos, la realidad parece normal. Las noticias son noticias, los avisos son publicidad, las personas son humanos. Con ellos, se ve la verdad oculta: los mensajes que domestican a la población y a los alienígenas que están invadiendo el planeta.

Una de las escenas más dramáticas de la película es cuando John Nada trata que su amigo Frank se ponga los anteojos y vea la realidad tal cual es. Frank también trabaja en la construcción, tiene familia y no quiere causar ninguna perturbación que desequilibre su precaria existencia. Rechaza ponerse los anteojos. John insiste, Frank se enoja. Lo que sigue es una de las peleas más famosas del cine -dura 6 minutos-, donde John trata, a combos, que Frank acepte ver la verdad.

Aquí esa pelea antológica

El mensaje del sangriento pugilato es doble: siempre hay resistencia a ver la realidad si ella puede modificar las ideas que tenemos de esa realidad. Segundo, a la verdad se llega por caminos que causan dolor.

La ceguera voluntaria (willful blindness) es una poderosa arma de defensa de las ideas que atesoramos y creemos son siempre ciertas. Tiene ramificaciones en todo el quehacer humano. Desde reprimir las ganas de preguntarle a la esposa, o esposo, por qué ha llegado tres veces tan tarde, si no estaba en la oficina. El miedo a que la respuesta desbarate el matrimonio hace que se prefiera no saber, y no se pregunta. O ese sacerdote que, cada vez que el niño entraba a la pieza de su superior, abandonaba la parroquia, para no escuchar nada ni ver nada. El ex presidente Sebastián Piñera hizo una definición maestra de la ceguera voluntaria, cuando definió al cómplice pasivo de la Dictadura como aquél «que pudiendo saber optó por no saber». También es ceguera voluntaria, a pesar de tener que ver con el oído, esa conducta infantil de taparse las orejas y gritar «LA,LA,LA,LA», para no escuchar información que causa daño. Después de muchos  desastres industriales o calamidades naturales se descubre que habían varias señales de que aquello podía pasar y los dueños, el personal, los gerentes simplemente las ignoraron, porque hacer algo al respecto era costoso o difícil, por lo que se prefirió hacer como si no hubiera riesgo alguno.

El Caso Penta está actuando como los anteojos de la verdad de la película «Están Vivos». Imposibilitados de escapar a lo que se publica cada día al respecto, la ceguera voluntaria de años sobre cómo se financiaba su política, sobre la umbilical ligazón del poder económico con la representación política en la Derecha chilena, ha provocado una decepción de los votantes de ese sector, como no se había visto antes.

Es imposible imaginarse una caída al 11% de aprobación de la Derecha, sin tomar en cuenta que muchos de sus votantes vieron por primera vez una matriz de irregularidad sistemática, que no habían visto antes o no habían querido ver.

Porque el impacto ha sido tan fuerte, es natural que la calma en el sector durara muy poco. Los deseos de unidad, trabajados apresuradamente en un grupo que ha tenido históricamente más signos de conflicto que de unión, se empiezan a deshacer a toda velocidad. Ante la masiva cantidad de evidencia conocida, sumada a la que se sospecha tiene el fiscal y no ha revelado todavía, la fuerza elemental de la política es separar justos de pecadores. Y eso sólo vale si se hace en casa, dentro de la Derecha. Las declaraciones de parlamentarios oficialistas, por muy ponzoñosas y mordaces que sean, valen callampa en la Derecha. Lo que provoca la caída del castillo de naipes es que se acabó el espacio para ejercer la ceguera voluntaria por parte del votante promedio de ese sector. Eso se constata cuando los jerarcas de la Derecha empiezan a sacarse cuentas a plena luz del día. El último bastión de la ortodoxia de los partidos, sus jerarquías, comienzan a desgranarse, buscando a quién echarle la culpa.

Ese 11% de la Adimark es una exageración: si hubiera elecciones mañana, la Derecha todavía saca mucho más que eso. Pero es una señal del ángulo de la pendiente hacia abajo.

La verdad indocumentada rasmilla, quizás incluso llegue a molestar un poco. Pero la verdad documentada consistente y agregadamente duele mucho, crea llagas, deja víctimas, se lee como una radiografía de la institución afectada y sus socios. No sirven los gestos clásicos ni las figuras de siempre. Cuando la ceguera voluntaria de años se termina, el que ve «por primera vez» tiene la excusa del descubrimiento reciente, que ahora no acepta como parte de sus ideas y rechaza como práctica.

Sí, es una actitud hipócrita, como la del converso que se convierte en el verdugo de sus ex camaradas para continuar con vida. La alternativa sería aceptar haber visto y tolerado porque convenía. Como no se quiso ver, como sólo se vieron los fouls del equipo contrario y jamás los del propio, la ceguera voluntaria -a la hora de la revelación- es cruel y traicionera.

Caso Penta: Vieja Práctica versus Nuevo Contexto

Un spot sobre el calentamiento global refleja muy gráficamente las dificultades para poder percibir lo que está pasando, mientras las cosas están pasando. Deténgase un minuto y vea el spot.

Anticiparse, detectar lo que está cambiando mientras se producen los cambios es muy difícil. En primer lugar, porque estamos preconfigurados para las rutinas y los procesos que hemos visto por años. Nos educamos siguiendo patrones de comportamiento repetibles y proyectables. Eso nos da seguridad. Algo inesperado, que no estaba en el cuadro de lo previsto, nos atemoriza. Por lo que tendemos a considerar que esos eventos inesperados son pasajeros, anomalías dentro de un continuo de comportamientos conocidos.

La forma clásica de operar es el estándar sobre cómo enfrentar crisis y problemas, hasta que las cosas no resultan como siempre resultaron. Y cuando ello se hace tendencia, uno se da cuenta -con pavor- que hay una nueva práctica cultural dominando la realidad y que mi empresa, mi partido, mi gobierno, mi familia, yo, no tenemos idea de cómo movernos en ese nuevo e inesperado territorio.

A muchos puede parecerle difícil de entender que políticos profesionales, sabiendo que los computadores de Penta y de sus dueños habían sido confiscados por los fiscales, señalaran en sus primeras declaraciones que nunca pidieron plata al grupo económico, para después observar, estupefactos, como se publicaban sus emails donde sí pedían dineros. U otros que negaban abiertamente, en sus primeras declaraciones, tener que ver con facturas ideológicamente falsas, para posteriormente mirar como se difundía la retahíla de emails o declaraciones de sus cercanos, que daban cuenta exactamente de cómo se entregaron boletas y facturas por servicios que esas personas nunca prestaron, y que tuvieron como único objetivo que el candidato recibiera dinero saltándose la ley.

En el Caso Penta, según lo recorrido hasta hoy, hay tres conductas, propias de la vieja manera de hacer las cosas, que terminaron estallando en la cara de sus protagonistas, por no entender el nuevo escenario donde se desarrolla hoy el drama público.

1.- La primera declaración

La fuerza más poderosa del ego es la autojustificación.  Y los políticos tienen un ego público muy especial, en la medida que se candidatean diciendo contar con atributos de virtuosidad absoluta. Nadie hace campaña señalando que es una persona falible, que duda, titubea ante preguntas cuyas respuestas no conoce. No abundan los candidatos o candidatas que reconocen haber tenido relaciones prematrimoniales, o haber fumado marihuana, o haberle pegado a los hijos para sosegarlos, o haber engañado al marido o la esposa. Menos los que admiten haber aumentado artificialmente los gastos de sus empresas para pagar menos impuestos.

Niegan su imperfecta humanidad, porque el «modelo de negocios» de la política representativa incluye la presentación de los candidatos como seres impecables, que se sacrifican por los demás y que no van a ceder jamás ante los embates de la corrupción, el crimen organizado o el narcotráfico. El político profesional está condenado a venderse desde la perfección cívica. Y cuando se le enfrenta a una evidencia de lo contrario su natural y primera reacción es negar cualquier irregularidad, acusar que todo se trata de una conspiración, pedir que sea la justicia la que resuelva y, cuando ésta comprueba los hechos, reconoce tardíamente que pudo haber excesos o irregularidades, pero no fueron de su responsabilidad.

El problema es que en el mundo moderno, conectado, informado bien y malamente, donde las personas se dividen crecientemente, no entre ricos y pobres, sino entre abusadores y víctimas, en ese mundo que se está creando, sospechoso y desconfiado hasta del hermano y el vecino, la primera declaración en un escándalo en ciernes es la más importante de todas. Es la que fija el estándar de credibilidad de ahí en adelante. La autojustificación busca al culpable siempre fuera de lo propio. «Pudo haber errores, pero no los cometí yo». A partir de esa postura inercial se desencadena la tragedia. Porque hoy todo se hace público. Las pruebas aparecen, los emails son elocuentes, las declaraciones de quienes quieren zafar de multas y cárcel comprometen cada vez más a los intachables. Para cuando el primero de ellos decide cambiar de estrategia y controlar daños, reconociendo irregularidades, el perjuicio sobre su credibilidad está desatado. Sabiendo siempre lo que habían hecho y dejado hacer para conseguir fondos de campaña, el reconocimiento tardío sólo alcanza para dañar aún más a los que siguen negando y al partido que los cobija.

La primera declaración es la más importante de todas. Y si se quiere que la transparencia sea un activo y no un lastre -por su ausencia- entonces se requiere romper con la tentación de la autojustificación.

2.- Efecto del Falso Consenso

Dentro del amplio mundo de los sesgos lógicos hay uno que se conoce como Efecto de Falso Consenso. Consiste en sobreestimar el nivel con que se comparte con otros los mismos valores, actitudes y conductas. Opera como justificación de una conducta individual, asignando ese comportamiento a una condición general de un grupo o especie. Es el argumento del tipo: «cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo».

«La codicia está en la naturaleza humana». «Quién no ha conducido con trago alguna vez». «No hice nada que no se hiciera mil veces antes». «Respecto a eso, todo buen chileno piensa lo mismo que yo». Y así, incesantemente, haciendo cómplices de lo que hacemos a una multitud que suponemos haría lo mismo.

La obvia utilidad inmediata de invocar el Efecto de Falso Consenso es amortiguar el impacto negativo de la conducta propia. Si todos lo hacen, que uno lo haga no es tan grave.

Señalar que el Caso Penta sólo demuestra lo que hacen todos los políticos y que a estos los pillaron, no más, es buscar que el Efecto de Falso Consenso haga su trabajo amortiguador. Lo sorprendente es que un presidente de partido diga aquello. Porque al hacerlo -partiendo por casa- involucra a todos los demás parlamentarios y ex candidatos de su partido, que no están envueltos en el Caso Penta, en las mismas prácticas. Si es tan generalizado, y el presidente de la UDI lo sabe, se supone que la práctica abarca también a quienes, dentro de la UDI, no han sido acusados  de nada, pero hicieron campaña y ganaron o perdieron elecciones. Si las pruebas determinan las responsabilidades, entonces no se puede utilizar el Efecto de Falso Consenso como excusa, porque se va a emporcar aún más el propio nido.

En segundo lugar, intentar dirigir la conducta transversal sólo a los políticos de otros partidos no funciona. Porque lo que se ha visto es que, para que esos candidatos reciban dineros de campaña irregularmente, hay toda una red de personas que debe participar. Desde el empresario que entrega el dinero, sus ejecutivos, su familia, sus abogados, gente que aporta boletas y facturas, empleados de menor rango, desde secretarias, juniors y choferes.

Entonces, cuando se trata de diluir el problema del núcleo duro que está afectado, utilizando el Efecto de Falso Consenso, a fin de hacer sospechosos del mismo comportamiento a los demás partidos y sus candidatos, inevitablemente se está involucrando también a una enorme cantidad de personas, sin pruebas, por el sólo hecho de ser empresarios, familiares de ellos o empleados de ellos.

Es obvio que el financiamiento de la política chilena está lleno de irregularidades, que no abarcan sólo a la UDI, ni al Caso Penta. En gran medida esto es porque la ley de financiamiento de campañas se hizo intencionadamente para que se permitieran muchas de esas irregularidades. Se le privó al Servel de las facultades de fiscalizar; se permitió solamente a las empresas que donaban recibir beneficios tributarios por esas donaciones, lo que no se permitió para las personas que donaban; se estableció como periodo de campaña solo un mes antes de la elección, quedando toda la publicidad antes de ese mes fuera de la contabilidad legal revisada por el Servel. Y así varias características del sistema que motivaban muchas irregularidades.

Pero una cosa es diseñar un sistema que tolera la trampa y otra, distinta, es que todos quienes participen de ese sistema sean efectivamente tramposos. Deben ser miles las personas que, a la hora de la cuenta en el restaurant cada fin de semana, reciben la opción del garzón de: «¿boleta o factura?» Y también deben ser miles quienes, pudiendo pasar ese almuerzo familiar como gasto de la empresa, piden boleta y pagan honestamente, con su plata personal, lo que corresponde. Las excepciones en el caso de cumplir con el juego limpio no confirman la regla. Son precisamente estas excepciones – que pueden ser muy masivas también- las que garantizan que la civilidad y la transparencia todavía tienen lugar entre nosotros. Por lo que acudir a la disminución de la propia culpa mediante el argumento de que la conducta impugnada es el estándar general, tiene como primera víctima al candidato honesto de la UDI y los demás partidos, que compitieron en buena lid y ganaron o perdieron sin recurrir a la trampa. Porque hay políticos transparentes, como hay árbitros que no son saqueros, jueces que en dictadura hicieron bien su pega, empresarios que no ordenan que se abuse de sus proveedores y clientes, militares que jamás se prestaron para torturar a un semejante, esposas que no aceptan ser parte de un esquema tributario de sus maridos para defraudar al Fisco, ingenieros comerciales de la PUC que no viven de martingalas y pasadas ilícitas con la complicidad de sus compañeros de facultad, secretarias que no hacen facturas a sus jefes por servicios no rendidos y empleados que no arriesgan su dignidad para que sus patrones reciban ilegalmente devoluciones de impuestos.

3.- El tecnicismo inútil

«Cuando llueve, todos se mojan. Menos los que usan impermeables marca Búfalo». Un clásico de la publicidad de los años 60s y 70s. El equivalente al impermeable salvador en el Caso Penta es un pago por un servicio que efectivamente se haya realizado. En este escenario están Andrés Velasco y el actual ministro de OOPP, Alberto Undurraga. El primero aduce que cobró 20 millones de pesos por un almuerzo privado de dos horas, ante los dueños de Penta, donde desplegó toda su sapiencia en temas económicos y políticos, como economista y ex ministro de Hacienda. El actual ministro de Obras Públicas argumenta que vendió en 4 millones de pesos un estudio de una fundación que presidía, sobre estadísticas comunales de empresas en la Región Metropolitana.

A estas alturas, ambos tienen muy claro, porque conocen las declaraciones prestadas por los dueños de Penta y sus ejecutivos, que lo que sea que vendieron no tenía valor real para ellos, sino eran simplemente los vehículos formales para canalizarles dineros de campaña. Insistir majaderamente en que los «servicios se prestaron» puede producir un zafe legal para Undurraga y Velasco, pero desde el punto de vista del contacto establecido para obtener fondos de campaña del grupo Penta, la opinión pública no se ha perdido ni un segundo en el tecnicismo de si el estudio existía y si el almuerzo se realizó.

Si hay que añadir humillación a las cosas, no debe ser agradable para el actual ministro de OOPP leer las declaraciones de ejecutivos de Penta, señalando que su estudio se archivó, sin usarse, y que Velasco lea las declaraciones de los dueños de Penta, diciendo que lo contrataron, porque era muy probable que fuera de nuevo ministro clave de Michelle Bachelet en su segundo periodo. Esto último, o buscaba acceso directo a una futura autoridad por 20 millones, o simplemente -como creo- era supina ignorancia de los mandamases de Penta sobre quién era quién en la campaña y las proyecciones de un segundo gobierno de Bachelet.

El Caso Penta, hasta ahora, es una señal de cómo una vieja práctica choca con una nueva manera de ver las cosas.

Esta historia continuará…