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Acabo de leer un libro brutal, un mazazo contra toda la épica hollywoodense del soldado estadounidense en batalla, siempre aguerrido, victorioso y heroico. Lo escribe un periodista que recibió el Premio Pulitzer en la categoría Reportaje Nacional, en 2012, por una magistral pieza sobre combatientes heridos en las guerras de Afganistán e Irak. Su nombre es David Wood.

El libro se titula «¿Qué hemos Hecho? La herida moral en nuestras guerras más extensas».

Herida Moral. Un concepto que no aparece muy a menudo por estos lados. Se denomina así a la situación sicológica derivada de participar en eventos que transgreden creencias, convicciones, valores en los que se cree firmemente. Un soldado, que fue educado bajo una religión o ambiente cultural lleno de valores morales inclusivos y respetuosos, a la hora de torturar a un detenido para que confiese, o cuando se le ordena rociar con Napalm a toda una villa, puede percibir que aquellos valores y expectativas en los que está formado entran en curso de colisión con lo que hace en batalla. Y esa disonancia cognoscitiva que se genera, al sostener simultáneamente dos concepciones opuestas -el respeto al prójimo y la tortura, por ejemplo- terminan deshaciendo la base moral del soldado, que se enajena con la culpa que trae su memoria.

Las víctimas fatales estadounidenses, en combate, durante la guerra de Vietnam fueron alrededor de 58.000. Los soldados que -una vez de vuelta en su patria- se suicidaron, hasta la fecha son más de 100.000. Las razones para esto último son múltiples y una de las que afloró más masivamente fue la que recibió el título de Herida Moral.

En batalla, dice Wood, sólo quienes participan saben exactamente lo que hicieron, lo que les ordenaron hacer, los códigos personales y las reglas que violaron. Esa experiencia no se escapa de sus mentes. A muchos vuelve una y otra vez. Resuena cuando recomiendan a sus hijos tratar a las personas con respeto, cuando van a ceremonias religiosas y sienten la «mirada de Dios». Cuando escuchan que sus líderes niegan lo que efectivamente hicieron. A diferencia del síndrome post traumático, que tiene que ver con la experiencia en situaciones límites, la herida moral afecta a quienes perciben que actuaron contra las reglas, contra lo que creen, contra lo que predican, cuando la guerra misma no es excusa. Porque el detenido torturado estaba desarmado y humillado. Porque no había necesidad de torturarlo delante de su hija. Porque no había peligro alguno de la aldea que estalló por los aires, sólo para mandar un mensaje de poder. Porque ejecutaron a personas sin tener convicción de que eran culpables de algo. Porque había niños jugando, que se veían nítidamente en la imagen que transmitía el drone, e igual se envió el misil a volar toda la escuela.

La herida moral es invisible. No es un dolor limpio, como la fractura de un hueso o un tajo accidental en el dedo. Es un dolor sucio, que corroe por dentro.
Muchos lo controlan apelando a la ideología, al fanatismo. Se dicen: «eran ellos o nosotros». «Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo». «Estábamos en guerra, señores». Otra forma de reducir la herida moral es escuchar a unos personajes que aparecen siempre después de las batallas, que no tienen ni el más mínimo atisbo de haber jamás enfrentado mano a mano a nadie, pero que traen las palabras jabonosas de la excusa y la justificación. Son los teóricos de la violencia. Apelan al ego y al nacionalismo. «Usted es un héroe», le dicen al soldado. «Siéntase orgulloso de lo que hizo». «Las futuras generaciones se lo agradecerán». «Lo que padece hoy, en este país sin justicia, será apreciado por millones en el futuro». «Gracias a nombre del país que usted ayudó a reconstruir», le dicen, antes de abandonar la cárcel o el hospital, donde queda el viejo oficial o el soldado raso, con los ojos llenos de confusión entre lo que recuerda y sabe, y las palabras anestesiantes que acaba de escuchar.

Los usaron para hacer el trabajo sucio, pleno de secretos y heridas morales. Y ahora los confortan con relatos épicos, como se consuela a un niño después de haber hecho una travesura que causó daño. Y los siguen usando.

No recuerdo quién era el poeta, o el dirigente social, o el político al que aludió el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, en una columna notable que publicó la revista Análisis, a comienzos de los 80. Sí recuerdo que el tipo había sido torturado como bestia, humillado él y su familia una y mil veces en las mazmorras de la dictadura argentina. Recuerdo que lo fueron a buscar cuando salió de la cárcel camino al exilio. Parecía un fantasma del que había sido. Delgado hasta casi la extinción, con arrugas que cruzaban rostro, brazos, cuello. Recuerdo que Galeano y el puñado de amigos que estaban ahí para recibirlo y llevarlo al aeropuerto, se sorprendieron de lo alegre que estaba el preso, en tránsito a transformarse en exiliado. Cuenta Galeano que se veían sus heridas, y el prisionero reía. Feliz, con la misma cara dichosa que había tenido antes, aunque la geografía de su cuerpo fuera un cúmulo de laceraciones. El hombre reía, no lloraba, reía.

Galeano, en un momento más privado, le pregunta: «¿cómo puedes estar tan alegre?; mira lo que han hecho contigo». El tipo, que no recuerdo su nombre, lo mira y dice: «Cómo no voy a estar contento, si ganamos». «¿Qué ganamos?», casi le grita Galeano, mientras miraba a su alrededor, buscando algún signo de cambio en ese país aplastado y bien aplastado.
«Ganamos, Eduardo», le dice su amigo, «porque no consiguieron convertirnos en ellos».

No consiguieron convertirnos en ellos. Esa es una medida de la consecuencia de nuestros actos con nuestros valores. No tengo problema en darle la libertad a un cuerpo a punto de morir, certificado profesionalmente, cuando la persona que habitaba ese cuerpo ya no está y sólo provoca lástima.
Porque mantenerlo más allá de su conciencia de vida deja de ser castigo y se acerca a la venganza burocrática, indolente. Como la que hacían ellos. Y no quiero convertime en ellos.
Para todos los demás, están las puertas abiertas para que sanen sus heridas morales, si es que las sienten, haciendo el acto que inicia el camino personal de reparación. Hablar. Simplemente, hablar. Si quieren pedir perdón, esas palabras debieran caer en campo fértil. E iniciar un breve diálogo, que parte con la pregunta: ¿perdón por qué?

Se hace silencio, el país escucha. El preso por violaciones a DDHH, si siente la herida moral, debiera responder la pregunta. Si efectivamente siente su herida moral, tiene la posibilidad de enfrentarla. Compartiendo lo que sabe y le destruye por dentro. Si lo hace no estará solo, creo.

Tarde, pero siempre a tiempo, habrá dejado de ser uno de ellos.