Futuro

 

Acusar es fácil. Probar la acusación es muy difícil. Por cierto, no cuesta nada unir ambas cosas cuando te pillan in fraganti. Pero esas ocasiones son bastante efímeras y, casi siempre, tienen que ver con delitos de pasada: robos en lugar habitado, hurtos a la carrera, una imprudencia automovilística captada en cámaras callejeras, un asalto relámpago a un servicentro registrado en las cámaras de seguridad del establecimiento. A este conjunto de posibilidades de ser pillado en el acto, haciendo más fácil la prueba del delito, se ha sumado desde hace algún tiempo el registro espontáneo de eventos inesperados, llevado a cabo por decenas de testigos casuales, que levantaron sus celulares y grabaron lo que ocurría. El Bautizazo del Mago Valdivia; el diálogo de un maltrecho Arturo Vidal y un policía probo, luego de estrellar el primero su Ferrari; las imágenes de centenares de barras bravas peleando en un estadio como si estuvieran en el patio de una cárcel, por nombrar tres de corte futbolístico, tuvieron en un video en vivo o a tiempo las pruebas necesarias para desmentir las adulteradas primeras versiones de sus protagonistas.
Levantar un celular y grabar un suceso en un escenario público es hoy algo frecuente y extendido a toda la población. Y esto sólo tiende a aumentar. Es cosa de preguntarle a los editores de noticiarios de televisión, qué porcentaje de las noticias duras que emiten a diario proviene hoy de “reporteros ciudadanos”, “cazanoticias” y toda una nueva nomenclatura, para identificar al testigo espontáneo con capacidad para registrar y difundir lo que vio.
Todos los sucesos descritos anteriormente y muchos más del mismo tenor tienen una característica fundamental, que en periodismo se llama “oportunidad de imagen”. Son cosas que se pueden registrar porque pasan mayoritariamente en el ámbito del espacio público. Si pasan en un recinto privado y éste tiene cámaras activas, ellas generan la oportunidad de imagen que se necesita para captar la situación. Desde un punto de vista de la transparencia de los actos en sociedad, no cabe duda que hoy tenemos la posibilidad de ver y saber más cosas sobre hechos súbitos de alto impacto.
En todos los eventos descritos hasta ahora abundan las personas comunes y corrientes: desde el delincuente que asalta, el automovilista que embiste, incluso el famoso captado en falta transita por donde muchos lo pueden hacer, ver y registrar. Pero este es un país desigual incluso para cometer delitos: los delincuentes comunes pobres deben llevar adelante sus crímenes saliendo al despoblado, abandonando la capacha protectora donde se planea el robo, debiendo materializarlo personalmente donde abundan cámaras en las calles, las casas y las empresas. El delincuente común adinerado funciona a distancia. No entra por la ventana de sus víctimas y los asalta. No, usa el sistema en su favor, haciendo pasar un precio coludido como parte de la normal transacción de bienes y servicios, según las leyes del mercado. En este caso la víctima no se da cuenta que ha sido asaltado. La práctica de pasar por caja es una de las más establecidas de la economía moderna. Con el carrito lleno o con pocas cosas, uno hace una cola en un supermercado o multitienda, llega a un cajero, quien le escanea digitalmente el precio del producto y le informa del total a pagar. Cuando entre esos productos hay algunos que tienen precios convenidos para callado y contra la ley, nadie que está comprando lo sabe. El cajero –que no tiene nada que ver en la colusión- no anda enmascarado ni apunta un revolver a la cabeza del cliente, exigiendo un pago. Lo que registran las cámaras del establecimiento es la típica escena cotidiana de un día de compras en el supermercado, tal cual como se ve en cualquier país del mundo con el mismo sistema. A uno le suman el total y uno paga. Fin del drama.
El delincuente común a distancia, alejado personalmente del lugar del crimen, mimetizado en prácticas de texto universitario, no sólo no puede ser grabado cuando comete el delito, sino –a diferencia del hacker cibernético- no deja huella de su participación en todo el proceso. Los precios se cocinan lejos de sus casas. La entrega de plata para campañas, a cambio de cariño en el congreso, también. Las piadosas conspiraciones para ocultar aberraciones en la Iglesia no se plantean en la prédica del Domingo. La corrupción del fútbol y sus detalles no se gritan en el estadio, a toda boca, como si fuera un gol. La manipulación de privilegios militares para que un grupito de uniformados se forre con la plata de todos los chilenos, no se muestra en los spots llamando al servicio militar voluntario. Todo ello ocurre a la distancia: en ámbitos privados, sin cámaras, usando a veces esbirros bien pagados, que saben que deben cargarse con todo si acaso son pillados. Rodeados de una cohorte de contadores, abogados, medios de comunicación que editorializan en su misma frecuencia. Lo que hace extremadamente difícil que se prueben las acusaciones en su contra. Lo que sabe el delincuente común a distancia, por lo que tiene la desfachatez de usar un lenguaje lleno de exigencias de excelencia, moralidad y ética a todos los demás, amparado en la confianza que le da saberse tan distante del lugar del crimen.
Pero, como dice la canción de Silvio Rodríguez, “la noche es traviesa cuando se teje el azar”. Y de tanto en tanto, muy ocasionalmente, la democracia hace su pega de protegerse de todo tipo de delincuente. A veces calza un funcionario honesto con una revelación inesperada. E inicia una investigación donde saltó una fuente motivada, no por la justicia, sino por su interés, y se dispuso a echar abajo el andamio de corrupción empresarial-política del caso Penta, tal como otra fuente-por las mismas motivaciones egoístas- derribó el negociado bajo cuerdas del caso Caval. Se suma, en el mismo espacio temporal y a raíz de lo anterior, la aparición de testimonios de personas que enfrentadas a la cárcel o a decir la verdad, entregan más información comprometedora, ofrecen sus emails y cuentas bancarias, estableciéndose de a poco un “corre el anillo”, que se abre a SQM, a las boletas ideológicamente falsas, a los emails y cartas conspirativas llenas de invocaciones a Dios y a la Virgen y, sobre todo, a las primeras mentiras que después cuesta un mundo retirarlas, porque en pocos días se ven prístinamente como mentiras. De pronto, el país disimulado por décadas entre frases altisonantes y prestigios truchos heredados de bisabuelos, siente como una bolita de nieve se convierte en avalancha. Y el delincuente común a distancia, por el peso de las pruebas que jamás pensó que estarían a la luz pública, se iguala al delincuente común más pobre en que su crimen está ahora ante la vista de todos. Donde la acusación y la prueba bailan coordinadamente un tango mortal. Donde los pares se presentan como impares y buscan distanciarse del poderoso caído. Donde los protagonistas, acicateados por sus asesores comunicacionales, claman que nada supieron, que no estaban, que fueron los otros y miran alrededor y ven que no les creen, que el amigo cruza la vereda para no contaminarse, que al club se deja de ir porque hay miradas que no habían y susurros que duelen.
En las contadas ocasiones en que es posible ver en el país, tanto al delincuente común como al delincuente común a distancia, desnudos en su esencia y debilidad, incapaces de cocinar salidas impresentables, calculando el mal menor y “cómo voy en la pará”; cuando eso ocurre, el escenario que se abre no es de agonía sino de oportunidad.
Lo que estamos viendo es el Chile real, arriba y abajo, donde la acusación calza con la prueba. Sin Penta, Caval, SQM, los dos arzobispos invocando a María mientras pisotean a la “serpiente”, Jadue y su ANFP de “topón pa’dentro”, las colusiones en artículos de primera necesidad, desde los remedios, pollos y hasta el papel de wáter, los grupos de militares que se adueñan de porcentajes de la ley reservada del cobre, sin todos ellos sería extremadamente difícil convencer a tanto estadista nacional dando vueltas de que es necesario corregir de fondo aspectos muy intocables de la convivencia nacional. Como reforzar la confianza pública, haciendo que quien atente contra ella sienta el peso del país como si se tratara de una traición a la patria. Porque lo es. Un país que siente desconfianza de sus instituciones, de sus líderes y su sistema económico y político es una incitación a la ley del más fuerte, del “ráscate con tus propias uñas”, del “todo el mundo es tu enemigo”, de una espiral de represalias que deriva en un ojo por ojo permanente, cuyo destino final, como lo dijera Ghandi, es que todos terminamos absolutamente ciegos. Divididos, diezmados, cobijados en nada más que el miedo, no por obra de algún país que nos llevó a La Haya, sino por nuestro propio fallo para aprovechar esta oportunidad de rehacer la confianza pública, por la vía de defenderla de toda la visibilidad de su múltiples amenazas. Con una identidad nacional, que refleje en su Constitución lo que valoramos y queremos sea el sello de lo propio. Con un sistema económico que no ponga al más nefasto de todos los ideologismos –la idea de que la suma de egoísmos da como resultado una sociedad virtuosa- como eje central de la actividad productiva. Con un modelo político que el país conozca desde la escuela, donde el representante responda a la confianza que le entregó el representado y donde este último se sienta comprometido con lo que votó y se mantenga atento e informado de lo que hace su mandatado.
Es cierto que entre tanta colusión, negocio de pasada, manotazo del fútbol, sotana mentirosa, y el volumen diario en televisión de cuanto asalto, rateo y portonazo haya, es bien fácil caer en la idea que esta visibilidad de lo peor de nosotros no tiene remedio. Tiene remedio y se inicia con exigirle al Estado lo que el Estado debe hacer cuando se ve amenazado. Usar su poder. Cómo puede alguien plantear que las boletas ideológicamente falsas no son delito de corrupción del sistema. ¿Qué se debe hacer entonces con los centenares de presos por exactamente eso? Sólo que lo hicieron no registrando sus ventas callejeras, minúsculas a veces, pero que el Estado hasta ayer entendió era un delito que se pagaba con cárcel. Ahora porque aparecen las corbatas y las chequeras, y lo que se vende es poder político a cambio de una boleta por servicios jamás prestados, resulta que el proceso no le lleva corrupción y las boletas son sólo un papel timbrado.
El Estado se defiende amenazando al delincuente con la única amenaza que es legal: la amenaza de la ley. Para que se responda a ella, tiene que usarse cuando la ley es violentada. Aunque se trate de los amigos, los parientes, los compañeros de partido. Por cierto, no todo acto irregular termina en cárcel. Hay, sin duda, como en todo el Código Penal, gradaciones de faltas y crímenes. Pero lo que no puede haber es un manto expiatorio general a personas que violaron la confianza pública, invocando una tinterillada que no se ha aplicado nunca a los delincuentes de poca estirpe social y que hacen lo mismo.
Hay muy pocas ocasiones en que es tan evidente la necesidad de cambiar las cosas profundamente. Donde lo invisible se hace visible. No cuesta nada encontrar esta situación después de las guerras y las catástrofes naturales, donde la reconstrucción se aprovecha para cambiar planos reguladores, normas sísmicas de edificios, diseño de barrios y la gente está más abierta a recibir en su casa a alguien que no conoce y que perdió todo.
En el ámbito de la convivencia social la verdad a veces se enmascara con argumentos hipócritas y falaces que uno siente que no calzan con lo que se vive, pero no se sabe cómo demostrarlo. Hasta que llega un día en que se produce la catarata: Penta, SQM, Caval, Iglesia, Fútbol, Políticos, Empresarios, que de pronto pasan a ser tan evidentes en su raterío como el lanzazo de la gargantilla, el portonazo, el flaite usando la hebilla del cinturón como arma en medio de una cancha de fútbol. Se cumple así el deseo de Sabina para un futuro más sano, en su canción Noche de Boda: “que las mentiras parezcan mentiras”. Cuando eso ocurre, cuando los delincuentes comunes pobres y los delincuentes comunes a distancia se revelan como iguales en los actos de abusar del prójimo, el país ha encontrado la oportunidad de corregir lo malhecho y lo malandado.
Que no se diga “no me di cuenta”, “no supe nada”, porque aquí las cosas se abrieron para que todos las vieran. Y usted sacara sus conclusiones, las que sean. Y dejara actuar a ese magistral poder del ciudadano, su confianza, depositándola detrás de lo que cree, después que todo se sepa y todo se falle.
Si falla el Estado y aquí van a haber arreglines, nombramientos a cambio de suavidad judicial, argumentos retorcidos que hacen que pasarle plata a un político bajo cuerda no sea corromperlo, pues entonces que se siga notando esa podredumbre, como hasta ahora. Que no se vuelva a cerrar la escena de todos los delincuentes mostrándose como tales. Nos sirve que haya igualdad, incluso en la evidencia en la comisión de delitos.
Esto no se buscó, llegó porque una fuente despechada tiró del hilito que sostenía la estantería de la corrupción más oculta. Abrámosle las puertas a la nueva evidencia, juntemos a justos con justos y a pecadores con pecadores. Que el primer deseo de todo gobierno, de aquí hasta que sea imposible superarlo, sea señalar al partir: “dejo un país más decente y honesto que el que recibí”. Sólo después de declarar aquello, que reciten las cifras de casas construidas, escuelas y hospitales levantados, kilómetros de carretera e ingresos per cápita.
Ellos vendrán por añadidura.

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