El diccionario define a la decepción como “pesar causado por el desengaño”. Lo que lleva a definir desengaño. Hay tres acepciones pertinentes a esta columna: 1.- “Conocimiento de la verdad, con que se sale del error o engaño en que se estaba”. 2.- “Efecto de ese conocimiento en el ánimo”. 3.- “Lecciones recibidas por experiencias amargas”.

“Tengo una pelusa en el ánimo”, decía Mafalda, cuando lo que ella creía que era de una forma, se demostraba que era de otra. La decepción no es rabia, aunque pueda derivar en expresiones de rabia. No es desaprobación, como se amaña esta categoría en las encuestas, porque se puede desaprobar sin involucrar el ánimo, desde el desinterés, el  “me da lo mismo”, el “no estoy ni ahí”.

La decepción incluye un revés contra la confianza, porque a veces basta eso –una decepción- para dejar de creer en lo que se creía. Sin embargo, no es definitiva. El estado de ánimo que sigue a una decepción no necesariamente prevalecerá para siempre.  Pero mientras dura es fulminante y erosiona brutalmente las ilusiones y expectativas .

En política, la decepción  no salta si no se cumple totalmente un programa de gobierno. No, la gente entiende que una democracia implica una confrontación de ideas entre coaliciones rivales, donde la negociación cumple una labor trascendental de paz social y viabilidad de largo plazo de cambios estructurales, por lo que a veces prender una ampolleta hoy abre camino a iluminar el país en pocos años más. La decepción, como dice el diccionario, afecta el ánimo. Es personal, aunque muchos experimenten lo mismo. Por lo que tiene que ver más con las autoridades, con ellas mismas, con su carácter, con su voluntad política, antes  que con sus discursos o programas de gobierno.

Hasta ahora, los casos Penta, Caval, SQM han sido unos estímulos prodigiosos para aquilatar la voluntad moral y política de nuestras autoridades, gobierno y parlamento, porque ellos tocan íntimamente la base partidaria, familiar y la coherencia que hemos escuchado discursear tantas veces.

No cuesta nada sermonear sobre lo que una autoridad debería  hacer si un hijo o hija de otra autoridad cometiera un delito o abusara de una influencia que republicanamente no tiene. No cuesta nada dar lecciones a otros partidos sobre lo que habría que hacer si acaso ese otro partido se envuelve en un escándalo de financiamiento ilegal o inmoral. Es bien simple atacar a un organismo creado en dictadura, diseñado para paralizar el progreso democrático, cuando no hay que acudir a él para que información comprometedora se haga pública en un proceso judicial. 

El problema es cuando el hijo es nuestro, el partido es mi partido y el Tribunal Constitucional ahora me sirve para detener  una investigación que me afecta. Ahí los ojos de la ciudadanía están puestos en la expectativa de confianza. En el estándar de ética pública que se sentará para todo el Estado con la decisión de la autoridad. Y cuando ella no aparece, o  balbucea  ideas improvisadas, o tarda demasiado, se asoma como si fuera un rayo el rostro triste y desconcertado de la decepción.

No soy quien para dar lecciones de cómo una Presidenta debe tratar a su familia cuando un miembro de ella cae en falta. Ni como los militantes de un partido debieran actuar cuando se descubre un mecanismo que los hace rehenes de la dádiva empresarial. Tampoco sirvo para recomendar lo que hay que hacer, para evitar que se sepa que un parlamentario de centroizquierda ganó gracias a las platas que le proveyó una empresa privatizada en dictadura y comandada por el ex yerno del dictador. Por cierto, hay partidos y autoridades involucradas en estos casos, a quienes  les es irrelevante recibir platas e incluso consensuar con los generosos empresarios sobre cómo enfrentar proyectos de ley que amenacen su statu quo. Para varios de ellos las pasadas son muestras de genialidad y cuando se encuentran, se cuentan las hazañas inmobiliarias, financieras y accionarias, con total y despreocupada jactancia. Menos importa que el donante de la campaña haya sido parte de la dictadura, que esas actuales autoridades siempre han valorado.

Pero sí creo que cualquier ciudadano solicitaría en todos esos casos a lo menos tres cosas: que no se mienta, que no se utilicen las instituciones de todos para esconder los líos de unos pocos, y que las autoridades involucradas no tengan la arrogancia de creer que salvarse ellos es salvar al país.

Si las instituciones efectivamente funcionan, eso se ve en las malas, no en las buenas. No tiene gran valor el apreciar cómo funciona impuestos internos cuando se van presos cuatro tipos que venden DVDs piratas en la calle, sin boleta. Para ese estrato social, la institución siempre ha funcionado. Pero cuando es el poderoso el que está en el banquillo, ahí efectivamente se juega la institucionalidad su prestigio. No porque tenga que condenarlo, si es inocente, para empatar condiciones sociales; sino porque tenga que hacerlo, si es culpable.

Es una parodia de funcionamiento impecable del Tribunal Constitucional, cuando varios parlamentarios, que han siempre establecido que ese órgano responde a un diseño dictatorial para frenar cambios democráticos, y han criticado cuando los partidos de derecha acuden a él para detener desde reformas estructurales, hasta películas y anticonceptivos, ahora que arriesgan aparecer en las nóminas de SQM se quedan mudos, mirando el techo, cuando el Tribunal Constitucional detiene la investigación de la Fiscalía.

Enfrentado a amenazas de fondo en materia de institucionalidad y desconfianza, el estado chileno está en medio del haz de luz y el país está mirando. Lo que podría extenderse al mundo si los socios canadienses de SQM, cuyos directores acaban de renunciar en masa a la empresa, apelan a la justicia de EEUU –a la que tienen derecho, incluso la penal, por  los ADRs que SQM colocó en ese país- para denunciar el potencial contubernio del estado chileno y SQM en ocultar información, que en Estados Unidos legalmente debe transparentarse.

Siempre hay tiempo para rectificar y volver al camino republicano, tan presente en los discursos, de hacer lo que debe hacerse, caiga quien caiga. Por ahora, mi sentimiento es de decepción de quienes esperaba más. De arriba a abajo, con las excepciones que se quiera, el espectáculo del  gobierno de la Nueva Mayoría, ante el primer estímulo de fondo sobre la verdadera relación entre plata y política, no ha estado a la altura de la confianza depositada en él.